"Siempre el concepto de “nación” nos refiere al “poder” político y lo “nacional” -si en general es algo unitario- es un tipo especial de pathos que, en un grupo humano unido por una comunidad de lenguaje, de religión, de costumbres o de destino, se vincula a la idea de una organización política propia, ya existente o a la que se aspira [...]"
Max Weber
Contrario a lo que generalmente se expresa bajo la consigna de la desintegración del tejido social (una denominación tan facilista que alude a la comparación de la sociedad con un organismo vivo, pero sin tener la rigurosidad y el grado de especialización de la corriente analítica evolucionista que Herbert Spencer ayudó a constituir hace más de un siglo), las instituciones sociales —como por ejemplo, la iglesia y el Estado— continúan nutriendo la idea de la pertenencia a un objetivo o bien mayor, exterior al sujeto y a las diferencias particulares, aparentemente objetivo, existente incluso si se es indiferente, si no se entiende o no se quiere hacer parte del mísmo: esto es, todo aquello que tiene que ver con la moderna idea de nación. Hablar de la nación es situarse en un nivel de análisis que va más allá del sujeto y de las clases sociales, es integrarlo a un ámbito de representaciones que se guían bajo objetivos políticos y económicos más amplios.
Sabemos que las formaciones sociales son el resultado de procesos que arrastraron consigo intervenciones humanas, y tales mediaciones fueron (y siguen siendo) impedidas y aventajadas por las atiborradas y accidentadas condiciones geográficas. Cada territorio ha tenido sus condiciones específicas de crecimiento y expansión que, en gran parte de las veces, trazan las formas en que las culturas emergen, sean éstas resultado de mezclas ideológicas e identitarias que se consolidan a partir de choques violentos o de largos procesos de aculturación. Como plantea Gabriel Restrepo en La alquimia del semen, estos procesos conllevan a la creación de modos dispares de conducirse de acuerdo al lugar que se ocupe en los órdenes sociales, permeando la construcción y delimitación de las regiones; los modos de producción económica; las ideologías políticas y las formas de ejercer poder, entre muchos otros aspectos.
A. Obregón, Violencia, 1962, Óleo sobre tela 155,5 cm x 187, 55 cm, Banco de la República de Colombia.
Sabemos que las formaciones sociales son el resultado de procesos que arrastraron consigo intervenciones humanas, y tales mediaciones fueron (y siguen siendo) impedidas y aventajadas por las atiborradas y accidentadas condiciones geográficas. Cada territorio ha tenido sus condiciones específicas de crecimiento y expansión que, en gran parte de las veces, trazan las formas en que las culturas emergen, sean éstas resultado de mezclas ideológicas e identitarias que se consolidan a partir de choques violentos o de largos procesos de aculturación. Como plantea Gabriel Restrepo en La alquimia del semen, estos procesos conllevan a la creación de modos dispares de conducirse de acuerdo al lugar que se ocupe en los órdenes sociales, permeando la construcción y delimitación de las regiones; los modos de producción económica; las ideologías políticas y las formas de ejercer poder, entre muchos otros aspectos.
A. Obregón, Apunte para la violencia, 1962, Óleo sobre massonite 24 x 30,4 cm, Banco de la República de Colombia
Estas interacciones y formas de establecer un orden, seguido por pautas morales y legales, se consolidan en la medida en que se actualicen momentos de la historia particular de los territorios, con el fin de fortalecer los vínculos que dan pertenencia a los sujetos respecto a un todo común. Es así como se constituye, por un lado, el patrimonio natural, y por el otro, el patrimonio cultural, y es con ellos que al territorio se le concede una identidad para poseerlo y heredarlo, estableciendo regularidades y formas de organizar las relaciones de poder, velando por la seguridad de los patrimonios como historia compartida. Dicha historia compartida basada en la comunidad del lenguaje y, como plantea Weber, en los recuerdos políticos, las comunidades étnicas, la confesión religiosa y el habitus condicionado racionalmente, además de la suma de las voluntades, desarrollan un poder propio, consolidando una soberanía. Con todo esto, y como organización del poder, la forma del poder político bajo la forma del Estado se articula a tal soberanía y a los patrimonios, los cuales constituyen la nación, siendo que, mediante el surgimiento del proyecto de la modernidad (véase la primera entrada del ciclo) nace la conjunción Estado Nación, una construcción estrictamente moderna. Como escribe Anthony Smith en su texto Nacionalismo y modernidad: “[...] el Estado precisa la legitimación y dirección popular atribuidas a la nación, mientras que la nación necesita que el Estado proteja sus valores culturales frente a los de otras comunidades” (Smith, p. 48). Sin embargo, esta tipología no cumple la función de una regla, entonces cabría preguntarse lo siguiente: ¿Qué sucede cuando la organización de las relaciones de poder es nula y el Estado es endémicamente frágil?
Referencias bibliográficas
Referencias bibliográficas
Restrepo, G. (1999). Mestizo yo, la alquimia del semen. Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas.
Smith, A. Nacionalismo y modernidad. Ed. Itsmo.
Weber, M. (2014). Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica. p. 529.
Weber, M. (2014). Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica. p. 529.
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