Terror entre líneas


En 1896, Georges Méliès filmó Le manoir du diable, considerada por muchos como la primera película de terror de la historia. Sobre un fondo pintado, el diablo hace de las suyas, invocando fantasmas y duendes, aterrorizando a un par de soldados que, ante la situación, deciden actuar de formas que, estando en sus zapatos, seguro compartiríamos: huir o luchar. 


En 1898, Méliès deslumbró al mundo con La lune à un mètre. En ella, un astrónomo es visitado por un ser diabólico y una extraña dama. A partir de entonces, imbuido en un onírico escenario, el astrónomo ve cómo la luna se le presenta y, cuál grotesco rostro, devora objetos, vomita niños y se aleja en creciente, solo para convertirse en cuna de figuras espectrales. ¿Es esto un sueño, o tan solo la malicia de fuerzas externas al ser humano?
 

En 1898 un esqueleto bailó frente a los incrédulos espectadores. Huesos desbaratados, agitándose en una caótica danza de muerte, fue el efímero resultado de Auguste y Louis Lumière en Le squelette joyeux. Presentando los movimientos enérgicos de aquella suma descoordinada de huesos, los hermanos planearon despertar una suerte de feliz regocijo en la audiencia, desconociendo que la oscuridad de fondo, acompañada del cortante silencio, se convertiría en el escenario perfecto para el nacimiento de terribles sugestiones.
 


En 1899, con el ingenio de Georges Méliès en su máximo esplendor, la religión católica fue objeto de una mordaz transgresión a su iglesia. Aquella inmemorial sacralidad propia de templos, hogar de santos y monjas, fue burlada y mancillada por Le Diable au couvent. Satanás, envuelto en una oscura capa, hace sonar la campana y se viste de sacerdote, gritando diatribas a los blancos hábitos que quisieran ocultar el cuerpo de la mujer, para luego dejar escapar a los niños de la noche y a otros demonios que, ansiosos, corretean y danzan por el lugar. Pero entonces, en medio de la frenética adoración infernal, cuatro cruces y una lanza se levantan, y la sempiterna lucha entre el bien y el mal parece retomar su desdichado curso.


Cuando las calaveras vuelan, trepidantes en el cerrado ambiente de un anticuario, y la mitad cercenada de un cuerpo humano se desliza cruzando la habitación, maquinando convertirse en una aparición danzante que, oculta en un armario, se desgarra en un esqueleto, sabremos que estamos frente a The Haunted Curiosity Shop, un terror filmado por Walter R. Booth en 1901.
 

Cuando un mortal vende su alma a mefisto, poco más de su sensatez permanece con él. Así, la fiebre del amor, de las ganancias y del poder se apoderan de su existencia, desdeñando con ello toda experiencia que hubiese arrebatado a la vida. En estas situaciones, el ser humano camina por el borde, cual Tales que observa el firmamento, olvidando la fosa que lo arrastrará al infierno. La adaptación de Alice Guy-Blaché, Faust et Méphistophélès (1903), es un claro ejemplo de cómo la ilusión degrada, para muchos, en tragedia.


El momento de mayor felicidad de una pareja se transforma, con la desesperación que trae el pasar de las horas, en un día de confusión y olvido. Así sucede en The Mistletoe Bough (1904) de Percy Stow, cuando, siguiendo una antigua tradición que dicta jugar a esconderse, la novia queda atrapada en un ataúd sin que nadie lo note. Sin salvación, permanece sumida en “el más terrible de los extremos que jamás haya caído en suerte un simple mortal” según Poe, hasta que su espíritu se levanta, décadas más tarde, solo para aparecer ante su amado, quien, desfalleciente, alcanza a observar aquella difusa imagen que alguna vez fuera su prometida.
 

En 1905 Georges Méliès parecía seguir obsesionado con los demonios. Tal vez pensando en la mayoría de los antagonistas de sus historias, consideró que lo desconocido era la mejor alternativa para dar rienda a sus increíbles trucos mágicos. Lo cierto es que en Le Diable Noir, el rey de las tinieblas continuaba entrometiéndose en la vida de los vivos, cambiando de lugar los muebles e incendiando el espacio al que todos vamos a descansar. Que estas líneas sean un homenaje a Méliès, quien, tal vez sin concebirlo, sentó las bases cinematográficas de la angustia y el temor, las cuales, al menos hasta el día de hoy, siguen rondando nuestras mentes como fantasmas que, curiosos, acechan cuando entra la noche y se extinguen las luces.
 
 
¿Debería el dolor ser la moneda de pago para aquel quien lo ha infringido a alguien más? La peine du talion de Gaston Velle (1906) es la viva expresión de la enseñanza que nace del castigo. Un coleccionista de mariposas se ve arrastrado por múltiples ninfas a una oculta ceremonia donde, obligado a recostarse sobre un rústico altar, observa, con creciente pánico, cómo su abdomen es atravesado por un gran alfiler, sintiendo así el dolor de aquellas mariposas capturadas y expuestas, cuales vidas suspendidas en el tiempo, en pétreas y mortuorias colecciones.
 

Que los danzantes fuegos fatuos y una cena servida por fantasmas, mientras las brujas sobrevuelan el atormentado cielo nocturno, sean una breve presentación a La maison ensorcelée. En 1907, Segundo de Chomón estableció una premisa en el cine de terror que, más de un siglo después, continúa sugiriendo terribles presagios a los protagonistas. Tres desdichados, con aspectos lejos de lo habitual, se refugian de la lluvia en una terrible casona, siendo observados y acosados por una figura que recuerda a Júpiter devorando a sus hijos, con largas uñas y pelaje en su rostro, cual Sueños en la casa de la bruja, moradora de estructuras sólidas que, en determinados momentos, sirven como grutas de paso a nuestro mundo. 
 

Le Spectre Rouge se divierte con los cuerpos de mujeres, encerrándolas en botellas e incinerándolas. ¡Oh, querido espectro!, no destruyas imágenes de inocentes damas, o tendrás tu merecido. Oculta tus trucos ante la figura que aparece y desarregla tu presencia. Ésa que vence y termina convirtiéndote en un sucio esqueleto, aquella que, con su voluntad, mueve los pilares y deja brillar al infierno en todo su esplendor. En 1907, Segundo de Chomón y Ferdinand Zecca demostraron, con humaredas, lenguas de fuego y escenarios superpuestos, cómo representar fielmente el eterno hogar de aquellos considerados pecadores.
 

¿Es un consuelo morir junto a la persona amada, o es acaso la peor de las torturas el verla morir sin poderle ayudar? Romance condenado es aquel donde los amantes se dejan llevar por lazos de flores, olvidan el transcurrir del tiempo y descuidan la fría venganza que, demente, sella habitaciones para asfixiarlos. Esta es la obra de D.W. Griffith, quien en 1909 expuso al público The Sealed Room, demostrando que el amor y la tragedia están hechos para convivir en reducidos espacios.
 

En 1910 nace, en el cine de terror, la tragedia de un monstruo. Al descubrir el misterio de la vida y de la muerte, el ambicioso Víctor Frankenstein, ejecutando lo que parece ser un procedimiento alquímico, forja en un caldero una existencia plagada de angustias y sufrimientos. En este corto de J. Searle Dawley, el Moderno Prometeo, como dios, abandona a su maltrecha creación, huyendo para encontrar su propia paz. Pero como casi siempre sucede, las deplorables acciones del pasado gustan de una constante opresión sobre la vida, y la aberración persigue a su creador, como el fiel busca respuestas en una iglesia o templo. Más cuanto el reflejo de lo que se es da cuenta de la horrible realidad, tanto la divinidad como la bestia confluyen en una presencia, demostrándose que ambas, en el mundo, son solo dos lados de una misma moneda.
 

Toma la mano de Virgilio, querido Dante, y desciende a las sombras de L’inferno (1911). No lo olvides, supremo poeta, aquellas advertencias de la pantera, el león y la loba. No abandones al mundo, temeroso, y aprende de los errores de aquellos filósofos condenados, hombres y mujeres herejes, como Homero y Horacio, como Cleopatra y Helena de Troya. Ya no estás en los noctívagos cementerios, con cruces celtas ladeadas y sin cabeza, con cielos nocturnos libres de harpías. Contempla, observador, uno de los mejores retratos del pozo sin fondo, aterrando al cine mismo, más que aquellos vitrales góticos que mostraban infieles carbonizados. Abandona toda esperanza, lector, y observa el trabajo de Giuseppe de Liguoro, Francesco Bertolini y Adolfo Padovan.
 

Nada más certero que ver nuestro cuerpo para confirmar nuestra existencia en el mundo, incluso si es solo un engaño. Apreciada y delicada identidad, que estando en la completa oscuridad te suspendes en duda, y que estando en la luz no llegas a depender de ti misma, girando sin asirte, hasta solo completar el simple acto de verte en el espejo, situándote de nuevo en el espacio. Y ¿qué sucede cuando, por avaricia y amor, te perdemos de vista? Der student von Prag (1913), como William Wilson, como Fausto, sufre las consecuencias de separarse de sí mismo, vendiendo su imagen y siendo apuñalado, cuan excelente espadachina, por su desmedida soberbia.
 

Dos rostros del ser humano, razón e instinto, separados mediante intransigentes pruebas. ¡Un mártir de la ciencia! Se ha dicho. Doctor benevolente con alma demoniaca, no decaigas y sálvate, comparte con todos nosotros tu increíble descubrimiento. Pero dura es la realidad, obligándolo a combatirse entre principios morales y acciones detestables, desdeñando toda hipocresía. ¡Ojalá fuese tan sencillo! Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1913), agazapado y altivo, sin entrar en contradicción; dos realidades en sí mismo, deseando descubrir los confines de la psique y, sin embargo, preso de su propia convicción.
 

Ver violentado el lugar que más creíamos seguros es, tal vez, el peor temor del ser humano. No permanecer tranquilo al escuchar cómo, en lo más recóndito del vacío, alguien merodea, escabulléndose en las sombras, esperando hundir tu percepción y causar un rictus de pavor en tu rostro, es un rasgo instintivo y un acto medible. Es un derecho a gritar y a refugiarse, un imperativo para desgarrar la pantalla silente. Es el arte de deber que se vislumbra en tus ojos, al borde de la impaciencia, mientras observas Suspense (1913) de Phillips Smalley y Lois Weber.
 

La obligación de sentirse agradecido/a carcome progresivamente cualquier rastro de sensatez. ¡Lo he sacrificado todo por ti! Vuelan las palabras hasta los oídos, descendiendo a lo más hondo de la conciencia, estrellándose contra el duro y frío recelo. No hay que hacer mucho para llevar a una mente febril a la locura, pues ella actúa bajo insensatas pasiones que conducen a arrepentimientos. The Avenging Conscience: or ‘Thou Shalt Not Kill’ (1914) de D.W. Griffith expresa, cuál fantasma malevolente o corazón delator, el peso de la culpa, caja de Pandora de acciones deplorables.
 

Alba, en el Castillo de las ilusiones. Eres el reflejo de aquellas que, envidiosas de Fausto, deambulan por campos de nostalgia. Tú, que pretendes la belleza eterna, en medio de flores y sueños, destilas felicidad sobre una superficie perfecta. Es hora de olvidar tu demacrado rostro, pues aquí está Mefisto, dispuesto a conceder tu deseo. Suena a lo lejos una rapsodia nupcial, una Rapsodia satanica (1915). Preciosa Alba, mueres cada vez que te ves al espejo. ¡Sálvate! Desiste y refúgiate en el olvido.
 

Es 1915. Las noches de un joven aficionado a los anticuarios se convierten en pesadillas. En cama, mientras lucha con las sábanas entre malos sueños, la pintura de un viejo retrato que había adquirido cobra vida, y dejando atrás el marco de su realidad, se aventura en el mundo de la vigilia, esparciendo discordia bajo su título de anticristo. Portret, de Wladyslaw Starewicz, aunque inconcluso, es uno de los arquetipos visuales del terror encorbatado.
 

Creado artificialmente en un laboratorio ¡Vivo por la ciencia!, arrojado al mundo sin amor, sin odio, sin pasiones. Frío como un cadáver, deambuló por el mundo sin arraigo, durmiendo en las calles y en los bosques, incomprendido para todos, condenado a la nada. Homúnculo, el alma es otra palabra, y las creencias llevan a desdichados actos. Tu vida, si puedes así llamarla, es el mayor sinsentido. Der künstliche Mensch de Otto Rippert, exhibida en 1916, es el culmen expresivo de una existencia absurda, sin propósitos, sin ilusiones, perseguida por la desgracia y, al final, atrapada por la destrucción.
 

Secuestrada para ser los ojos de la momia, terrible fue su destino. Mas un día el amor vino a su ayuda, y aquel sombrío pasado pareció quedar atrás. Pero pronto aquella calma se vino abajo, y tal como asciende un hermoso telón de fondo, dejando ver movimientos en la oscuridad, la maldición alcanzó a la incauta, y con un cuchillo en la mano la entregó a la muerte. En 1918, Ernst Lubitsch, director de Die Augen der Mumie Ma, recordó al mundo que la maldad no siempre arriba desde lugares desconocidos.
 

El verdadero terror se cierne sobre nosotros cuando somos conscientes de que nuestra intimidad puede ser vulnerada. La piel arde cuando una terrible acción escapa de nuestras manos y sufrimos, solitarios, por el peso del arrepentimiento, sin poder dormir, mientras aquello que dábamos por real da un vuelco, y caemos, horrorizados frente al vacío, esperando despertar de un mal sueño. Entonces una mano levanta la cortina de la sensatez que creíamos nos resguardaba, dejando ver extrañas siluetas que merodean en lo más hondo de nuestras mentes. Sientes la tentación de justificar lo inexplicable mediante sugestiones, pero al volver a la cama los sonidos de arañazos en la almohada persisten. Si bien Le manoir du diable es considerada, por muchos, como la primera película de terror de la historia, Unheimliche Geschichten (1919) de Richard Oswald es, sin lugar a dudas, el primer largometraje, presentado como una antología, que no tiene intención de asombrar o maravillar, sino de asustar a un público que, cada vez, creía haberse habituado al nuevo arte del cine.
 

El sueño lo cubre todo. Acompañante de Orfeo, se pasea entre palabras e ideas desde la magnánima Edad de oro de la humanidad. Hipnos es su nombre, y otorga dones a quien lo necesita, pero violenta irremediablemente a quien lo desdeña. Una vez, enamorado de la luna, Endimión le pidió, mediante plegarias, tener el don de dormir para siempre con los ojos abiertos para así poder observar a su amada. Guía de Perseo, padre de Morfeo, hermano de la Muerte, dueño del palacio en letargo, no podemos sino sucumbir a su fuerza. Envuelto en su delicado manto, sonámbulo eterno, Cesare permaneció. Si hay quien vuela en sueños, hay quien asesina en sueños. Oneirikos, infinito, Das Cabinet des Dr. Caligari (1920) de Robert Wiene es una visión dentro de una visión, con cascadas que ascienden y montañas mágicas, donde la cordura del mundo se diluye, transformándose en retorcidas pinturas expresionistas de ciudades, vigilantes de nuestros pasos.
 

Genuine, sacerdotisa de una extraña religión vendida como esclava, nunca olvidó su horrible pasado. Encerrada en una felicidad impropia, utilizó sus artimañas para seducir e influenciar, como un hambriento súcubo, a quienes le prometían falsa libertad. Perseguida por los incomprendidos, la tildaron de bruja y la rodearon, y ella, con un corazón que apenas comenzaba a latir, se detuvo frente a la eterna oscuridad. Auténtica tragedia la presentada por Fritz Lang en 1920, enmarcada en un cuadro cinemático expresionista.
 

Eligió el cementerio como su morada, en medio de susurros y temores. Acogió a un amado, alejándolo de su vida, cobijándolo con la eternidad. Mas no esperó que la vida, imbuida de mandrágora y lycium, pudiera contraponerse a su fuerza. Extrayendo energías de la luz de la luna, cruzó el gran muro, como Orfeo buscando a Eurídice, pero con el valor de Alcestes, hallando el reino del olvido. El vacío, iluminado con vigorosas y decadentes velas, le hizo comprender que era imposible luchar con lo perenne. Aferrada al recuerdo y con lágrimas en los ojos, decidió abandonar el mundo, resguardando con sus brazos aquello que más quiso en vida. Preguntémonos ahora, con Der Müde Tod (1921), mientras observamos impávidos el temor que nos acecha a todos: ¿es el amor tan fuerte como la muerte? Recuerden, lectores, a Pausanias, quien, degustando en un banquete y extasiado por el filosofar, alguna vez proclamó: vicioso y popular es quien ama el cuerpo más que el alma; porque su amor no puede tener duración. Tan pronto como la flor de la belleza de lo que amaba ha pasado, vuela a otra parte, sin acordarse de sus palabras ni de sus promesas.
 

En los libros puede encontrarse la salvación o la perdición. Sublimes son las obras que transforman al mediocre en sabio; malditas aquellas que convierten al profano en santo. A ella le aterroriza esto último, y ese mismo miedo le hace anhelar la maldad. La perversión le permitió revolcarse en su más profunda oscuridad, convirtiéndola, al final, en cómplice de un terrible asesinato. Schloß Vogeloed (1921) de F.W. Murnau expone, de forma magistral, lo enrevesado de las motivaciones humanas y lo decadente de los castillos antiguos, cada cual con sus grotescos secretos.
 

La muerte ha llegado demasiado pronto. El eterno caballo tira de la carreta fantasma, recorriendo las calles y los campos, montando las olas del mar que rompen, como el tiempo, en costas de vidas perdidas. Errante, como Melmoth, Körkarlen (1921) sufre por su fatídico destino hasta que, alguien, víctima de la más terrible de las coincidencias, sucumba a media noche en la víspera de nuevo año. Atrapado entonces en la profesión de la muerte, un largo recorrido le espera, translúcido, hacia las distantes ruinas de la redención.
 

El firmamento es un antiguo lienzo con trazos que pocos saben leer. Observa con atención, profeta, cómo Venus ingresa a la constelación de Libra, pues las estrellas predicen desastres. Los ocultos movimientos celestes, indescifrables, amplifican la armonía musical de las esferas que flotan en el vacío, tal y como rezaban los pitagóricos. Pero, ¿qué tiene que ver el infinito de las noches estrelladas con las insulsas guerras humanas? Represalias de las religiones, segregación y exterminación de grupos. El hilo que une el cosmos al inframundo es fino, y solo el profeta es capaz de manipularlo sin romperlo. Entonces mira hacia abajo y encuentra el abismo. Ante él, la nigromancia, las palabras y la invocación: Astaroth, eterno rival de Metatrón. Con la manipulación de artes mágicas y el círculo de fuego que le rodea, obtiene la palabra mágica que da vida a Der Golem (1922), figura de arcilla capaz de destruir ciudades y, ¡oh, eterno debate maniqueísta! de estremecerse con una rosa. El destino está escrito en los cielos, y cuando Urano entre a la casa de los planetas todo acabará, pues la criatura se tornará contra su creador.
 

Dr. Mabuse es el maestro del engaño. Hipnotista y embaucador, baraja identidades como cartas de póker, transformándose y utilizando su voluntad de poder para engañar a los habitantes de un mundo que, a sus ojos, ignoran caminar al borde de un abismo nihilista. ¿Qué puede esperarse de quien, viviendo en la falsedad, utiliza a las personas como dinero, disfrutando con la destrucción de sus destinos? Anónimo en la multitud, psicoanalista reconocido y conocedor de ciencias ocultas, der Spieler va por el mundo como quiere ser visto, viviendo por el deseo de vivir, divirtiéndose con cartas y expresionistas, siendo más humano que nadie. En 1922, Fritz Lang llamó la atención de los espectadores con su adaptación de la obra de Norbert Jaques, trasladando a la pantalla silente la tragedia de muchos, utilizando febrilmente intertítulos trastocados.
 

Me confieso habitante de las sombras. Me he escabullido por maltrechas ventanas, robando vidas y persiguiendo a los incautos, carcomiendo espíritus y volando, lejos, muy lejos, por los cielos nocturnos. El sabbat es mi cruz, y danzo, hambrienta de poder, por el mundo de los muertos, adorando a la luna llena, difuminada por el vapor de hirvientes calderos. ¿Cómo no confesarlo, cuando destruyen cada parte de mi cuerpo? Pobres viejas, rapadas, torturadas y vilipendiadas por los representantes de dios en la tierra. Con lágrimas en los ojos, arrojadas al fondo de los canales para confirmar sus naturalezas: odaliscas del infame. Moriré ahogada, sí, y entonces rezarán por mi inocencia, pero si por algún motivo lograse sobrevivir, seré quemada en la hoguera, y solo cuando sienta mi piel caer, carbonizada, dejando al descubierto mis queridos huesos, confesaré con un grito desgarrador. ¡Lo haré! ¿Quién no dice lo que ellos quieren escuchar cuando el rostro se derrite por las llamas? Protéjanse de la inquisitiva cruz, exclaman los erráticos, ¡escapen, furtivas, o serán arrojadas al fuego! Y yo vuelvo a gritar: ¡No! ¡cuántas hijas, amigas y madres! Histéricos, neuróticos, vuelvan a sus templos, no digan que el diablo me ha obligado a ser libre. Incriminada, exhortan a mi alma a escapar de la tortura, dedicándose a ultrajar mi cuerpo, encarcelado de por sí por el mundo. Como nunca, si acaso una aproximación con L'inferno, se había expuesto con tanta vivacidad el averno, y jamás las servidoras de la magia negra tan estudiadas de forma objetiva en el cine como en Häxan (1922) de Benjamin Christensen.
 

Una noche, no como las otras, vi nacer al hijo de Belial. Engendrado en un cementerio, cubierto de tierra maldita, reptó entre las tumbas, creando pesadillas y ansiando la sangre. La pestilencia del mundo descansa en un ataúd, en medio de telarañas y ratas, desgarrando la oscuridad con alucinaciones. El demonio es la figura encorvada que merodea en la niebla de los mares y de las calles, irrumpiendo en habitaciones iluminadas por la luz de la luna, succionando vidas y convirtiendo a los hombres en súbditos. El año de 1922 fue el tiempo de Nosferatu. Eine Symphonie des Grauens, un sello indeleble que F.W. Murnau imprimió a la historia del cine de terror.
 

Sombras viajeras, amantes del engaño, de las ilusiones y las rupturas. Prisioneras infernales, como la madre de Dionisio, como Elpenor, dominadas por un mundo sin superficies luminosas. Sombras que forjan celos, desidias y acciones deplorables. Buscamos huir de ellas, pero al instante sucumbimos a sus brazos, cansados de las luchas diarias que se extienden, como estériles caminos, hacia la nada. Schatten. Eine nächtliche Halluzination (1923), de Arthur Robison, muestra cómo lo sombrío cubre nuestras percepciones, nublando los posibles juicios que podamos hacer de la realidad.
 

Un latigazo para la broma de la naturaleza, para el rey de los idiotas que hace sonar las campanas (su mundo). Otro latigazo que desgarra la piel del humillado, a la vista de todos, mientras las campanas guardan silencio. Un latigazo final para la aberración del mundo. Sediento, una muchacha le brinda agua, mientras las campanas, solitarias, observan la escena desde arriba. El destino obligará a la mujer a hablar con la tortura: para el pueblo, es la confesión de una maldita gitana, para él, una confesión de Esmeralda. The Hunchback of Notre Dame (1923) se entrega todo, y aún apuñalado de muerte, antes de perecer como un monstruo, toca por última vez la campana, esta vez para ella, ilusión de ilusiones.
 

Dedos de cera, artesanalmente modelados, se ciernen sobre el cuello de la víctima, estrujando con fuerza, mientras una pluma describe la historia de sus crímenes. Falsos ojos, fraguados con precisión en un rostro inanimado, sostenido eternamente por un cuerpo artificial. Prendas de tiraz, un caftán y un traje negro. Harún-Al-Raschid, Iván el Terrible y Jack el destripador expuestos en una sucia carpa de feria, en la oscuridad, envueltos por la podredumbre, pero nunca olvidados, convertidos en figuras polvorientas por Das Wachsfigurenkabinett (1924), de Leo Birinsky y Paul Leni.
 

Un pianista con manos de asesino, desligadas de su voluntad, aferradas a filos que forman recuerdos de vidas pasadas. Manos conscientes del peligro, del mundo del placer, de La política del cuerpo (Barker), correteando por los rincones de nuestras casas, perturbando los apacibles sueños. Es Orlacs Hände (1924) de Robert Wiene, incompleto, como Hermes, sin poder acariciar el cabello de su amada, sin poder desatar su ingenio, sin poder cubrirse el desdichado rostro. Anaxágoras afirmó que el hombre es el más inteligente de los animales porque tiene manos, pero, según Aristóteles, lo lógico es admitir que tiene manos porque es el más inteligente. ¿Habrán presenciado sus destrucciones, sus equivocaciones y sus pasajeras lujurias? Escribas de las más execrables atrocidades de hombres y dioses por igual.
 

The Phantom of the Opera (1925) desciende altivo, convertido en la muerte roja, con su sombrero de pluma y su esquelética máscara, ante la sorpresa y el pavor de los ingenuos danzantes. Surgido de las mazmorras, olvidado por la ópera, el fantasma mueve los hilos de las estrellas, en una terrible dialéctica de promesas inacabadas. ¡Observa mi pasión y mi entendimiento, pero nunca mi rostro! Porque soy más de lo que ves, mi fantasía, más de lo que soñaste… soy la eternidad.
 

El ventrílocuo de la voz aterciopelada, viviendo la paradoja de presentarse en la pantalla silente. Integrante de The Unholy Three (1925), deslumbrando al público con su talento y evitando, al final, terribles destinos a hombres inocentes. Que estas líneas sean un homenaje a Lon Chaney, quien fuera The Hunchback of Notre Dame y The Phantom of the Opera, siempre tomando el lugar de los execrables incomprendidos. El hombre de las mil caras (su nombre para la eternidad), quien solo guardó silencio cuando el cine comenzó a hablar. La historia del cine de terror debe mucho a tus malformaciones, prefiguraciones de los monstruos por llegar.
 

Balanceándose en una celda acolchada, la mujer sufre por su triple visión, detallando cómo la realidad se desgarra y se diluye, arriba y abajo, en ambos cielos, como una fotografía hecha trizas. Llueve en la oscuridad, y su torcido cuerpo es golpeado por las ráfagas de viento, de un lado a otro, y sus manos como garras se desprenden y se lanzan al vuelo. El suelo está arriba, y el llanto de un bebé se escucha por las alcantarillas. Su cuerpo es de la época de la creación de los truenos, y los flashes de su pasado son como relámpagos que golpean su eléctrica piel. Los círculos infinitos la cobijan, y el doctor, entre máscaras okame, se pasea por los pasillos, observando el baile de los desahuciados. Una visión del nervio retorcido de la mente, Kurutta ippêji (1926).
 

Convertirse en una pieza olvidada y destruida, de la que solo quedaron pocas fotografías, fue el destino de London After Midnight (1927) de Tod Browning. Su legado vampírico, no obstante, sobrevivió a las luces de los años pasados, resguardando las intenciones de los seres malditos que viven de la sangre. La trama, aunque centrada en los rasgos intrínsecos del miedo al abandono, parece haberse adelantado al Drácula de Bela Lugosi (a sabiendas que fue el mismo director), demostrando que la historia del cine de horror está llena de ocultas excepciones.
 

Como hambrientos gatos sobre un desprotegido canario, así se ciernen los intereses sobre el desamparado. Ocultos a la vista y constituyentes de la angustia, pululan por los espacios, anhelando la heredad del viejo Cyrus West. ¡Que el testamento sea leído a media noche! Y que el heredero no pierda la cordura cuando las pinturas caigan, las cortinas se agiten y un lunático escape de su reclusión. Que los interesados anden con cuidado, pues los fantasmas acechan en cada rincón, escondidos detrás de estanterías y aullando a través de pasajes y cámaras secretas. The Cat and the Canary (1927) de Paul Leni muestra cómo, siguiendo el aforismo de Voltaire, en el dinero se reúnen todas las religiones.
 

Cada martes, en medio de brumosas calles, los rizos de oro se tiñen de sangre. El desalmado Vengador arremete contra las desprevenidas transeúntes, dejando tras sí un papel con el dibujo de un triángulo. En medio de la creciente neurosis, sospechamos del inquilino que, por las noches, pasea por las calles con el rostro oculto. ¿Acaso vive el asesino con nosotros? O tal vez solo sea nuestra imaginación. No nos malentiendan, aguzamos el oído cada vez que escuchamos pasos en la escalera, anticipándonos al puñal que se hunde por la espalda, pero hasta ahora nada ha sucedido. The Lodger: A Story of the London Fog (1927), una de las primeras películas de Alfred Hitchcock, suspende nuestra respiración desde el comienzo, amenazados por la imprevisibilidad de los personajes.
 
 
¡Bienvenidos al espectáculo! The Show (1927), donde las modelos quedan suspendidas en el aire. ¡Adelante! cuidado con el escalón, señora. Entreguen su tiquete a la mano viva de Cleopatra y, sin miedo, caminen por esta línea. Tras esta primera cortina, observen a Zela, ¡la medio chica! continúen por este lado, a la derecha, abran bien los ojos. Tras la segunda cortina, Arachnida, ¡la araña humana! Cuidado, o les picará. Prosigamos, tras la tercera cortina, ¡Neptuna! la reina de las sirenas. ¿Qué les ha parecido? Eso me alegra. Pero esto no es todo ¡claro que no! presenciarán ahora el baile de Salomé, y un hombre perderá la cabeza por su culpa, ¡así como lo escuchan! Sigan esta línea, por favor, porque hemos llegado al final, ha sido un placer, me despido con esta palabra. Creo que, en el fondo, Tod Browning sabía que todos somos monstruos de feria, exponiendo a los demás por sus diferencias. Lamentablemente no le conocí, por lo que espero que mis apreciaciones se las lleve el viento.
 

Circos, aquellos extraños lugares que ocultaban secretos, tan admirados y temidos durante décadas, donde las mutilaciones, las malformaciones y los problemas mentales se exhibían como maravillosos desastres de la naturaleza. Sintiéndose como un miserable, anclado a los espectáculos de por vida, y viendo a otros utilizar sus fuerzas para ser centros de la atención, comprendió que su existencia era un despropósito, una mentira. Entonces tomó decisiones desacertadas, queriendo asirse a la ilusión del amor. La tragedia del desconocido, The Unknown (1927), donde sueños de encanto se convierten en terribles pesadillas.
 

Es el sonido del arpa, viajando con el viento de la noche. Tentado a detenerme, observé más allá de los raquíticos árboles, detallando la vieja mansión que se alzaba sobre terreno pantanoso. Melancolía, me dijo, frente el lienzo que robaba la vida de su amada. Revisé sus mohosos muebles, y las cortinas de la estancia expresaron su inquietud, como olas de un mar negro y terrible. Todo parece estar muerto, contesté. La eterna quietud del agua, las hojas marchitas del sendero, la resquebrajada torre, los libros tirados afuera, en la húmeda tarde de sol opaco. Dejó caer su pincel al culminar su obra, y sentándose a mi lado, dijo: ella nos rodea. Escucho sus desgarradores gritos ¡cada noche! fue mi amante, y ahora permanece envuelta en rosas, inquieta en las pesadillas de nuestro mausoleo. Al escuchar esto, lo miré sin mediar palabra, y cuando sentimos los temblores, nos levantamos. Detrás nuestro, la mansión quedó reducida a escombros. La música de los sueños, La Chute de la Maison Usher (1928) de Jean Epstein.
 

He despertado. Estoy en el centro de las cuatro paredes de mi mundo. Una canción resuena en mi cabeza, una composición onírica que se escucha como el rocío, que huele a tierra humedecida por la lluvia. Enciendo la pantalla y me encuentro con el terror. /
 

Una sonrisa en la oscuridad me estremece. Lamento que debas vivir la miseria del mundo. Eres como el universo, y el mundo no pudo comprenderte, olvidándote y centrándose en sí mismo. Ser humano sonriente y sensible, fuiste condenado como muchos otros. Hijo de la Dama de Hierro, tripulante de sucios barcos, caminante sobre la nieve, errante como un animal, de ti solo un filósofo pudo apiadarse. Nunca tuviste derecho a amar, pero tu final fue hermoso. Ven, The man Who Laughs (1928), y junto a tu maravillosa Dea, hazme compañía. Viajemos por las nubes hacia mi infancia.
 

Camino de un lado a otro en mi habitación, como cuando me emociono con una idea. Quisiera salir y encontrar a quienes aprecio, pero me he encerrado en estas paredes, y dudo que alguna vez existiese alguna llave. Suspiro, presencio el horror. /

Ante mí, el grandioso mago Rick, nadie mejor que él con las espadas. Su vida era perfecta, hasta que ayudó a un pobre hambriento. Al cobijarlo con su show, éste le robó, frente a sus expectantes ojos, su valioso tesoro, el motivo de su existencia. Los engaños volaron, como fantasmas, por el escenario, y un crimen llevó al desgraciado mago a los tribunales. Ante su inminente muerte, cuál brillante y épica conclusión, ejecutó The Last Performance (1929).
 

Este cuadrilátero se ha hecho tan pequeño. Hay tantas personas empujándose, me recuerdan a las terribles olas del mar, ocupando y vaciando las grutas del mundo. Rodión me mira desde la esquina, siempre con su sonrisa rara. En mi cama descansa, sin dormir, Madame Serpiente, observándome indiferente. A mi lado se arriman filósofas muertas en el olvido. A mi escritorio se sienta Fausto, siempre inquieto, y por el techo se arrastra Metatrón. Pero lo que más me horroriza es el suelo, por donde reptan los condenados por Dante. Entre miembros de cuerpos expulsados por la conjunción entre amor y odio, la canción de mis sueños resuena, como una balada que vaticina el fin del mundo. /
 
 

En la pantalla bailan esqueletos expulsados de sus tumbas, celebrando la funesta e irritante inmortalidad. The Skeleton Dance (1929), evocación de Le squelette joyeux de Méliès, pobre alma desnuda al final de sus días, testigo de finas lluvias que oscurecen al más brillante de los días. ¿Alguna vez escribí sobre él? Si así fue, aquellas palabras no son ya mías, siendo ahora solo letras amontonadas, escombros de palabras. La forma se reduce al desorden, y yo, repleto de discordancias; sombra sin cuerpo ante el sol; carcajada ante el silencio nocturno; llanto entre los agitados árboles; grito que desgarra y oprime el pecho, me despido, arropándome con imágenes teatrales ante la fría y cruel realidad. Carla Bruni me llama Raphaël, y yo los llamo a ustedes lectores. Aguarden, si gustan, hablar de monstruos clásicos, de monstruos gigantes y, sobre todo, de los peores de todos ellos: nosotros mismos. 

Soy una mujer. Mis huesos son 2/8 agua; 2/4 fuego y 2/8 tierra. Mi carne fue expulsada del caos, vientre frío de mi madre. En mis ojos se producen inconfundibles efluvios de mis enemigos; me gusta el mundo cilíndrico y adoro las estrellas clavadas en el firmamento. Le temo a la oscuridad y a las figuras que la habitan. Estoy hecha de sangre; por mis dos venas más grandes fluye agitada, recorriendo mi vientre y deslizándose por mi espina dorsal desde la cabeza, las clavículas y el cuello, hasta mis piernas y pies. Como cables, se enredan sobre mi corazón, se explayan hacia mis brazos y manos, entrelazándose como parejas enamoradas en mis palmas y dedos. Adoro mi sangre y odio a los parásitos, por eso cuando veo que Drácula (1931) me desea, prefiero clavarme un cuchillo, explotar y regresar a las raíces del universo. / ¿Lo hice bien? ¿Me escuchas a través de la puerta? 5/10/2020


Muchos trataron matarme, supongo que no puedo morir. Compartí el destino de Orfeo, despedazada por la humanidad. Mi cabeza, lanzada al Estigia. Mis brazos, triturados por las fauces del Minotauro; mis piernas ¡ocultas en la antitierra! Mi tronco, despojo de vida, to ápeiron. Destruyeron mi cuerpo, pero no mi conciencia, y poco a poco, absorbiendo el agua, la tierra y el fuego, formé otro organismo de cuanta porquería pudiese manipular. Tronco de mujer con senos envidiables, cabeza de reptil, brazos cilíndricos, como el mundo, y patas de insecto para ponerme tacones. Nada queda de mí, pero sigo siendo yo. Soy mi lugar en el mundo. Me gustaría conocer a Frankenstein (1931) del que tanto hablabas. / ¿Qué es ese llanto? ¿Acaso has vuelto a tu infancia? 5/10/2020

Cuando era una mujer normal, preocupada por la belleza y el conocimiento, llegué a ser un aedo, pues la poesía todavía tenía sentido para mí. Por aquel entonces conocí en persona a Abdul Alhazred, quien me dio a leer sus emocionantes escritos, y con él recorrí varios lugares abandonados por el mundo. Pronto a mis manos llegó información de una secta, y aunque recelosa, la amé por un largo tiempo. Aun cuando fui acusmática, dudé de sus principios, y observé a los hombres adorar al líder, imponente y altivo con su pierna de oro. Él creía que en el centro del universo había fuego, y que la antitierra giraba en sentido contrario a nuestro mundo, con nuestros dobles como habitantes, extraños a la manera, creería, del relato de Hans Pfaall. De este líder decían que fue discípulo de Zoroastro, y que afirmaba que los planetas danzaban con una inextricable melodía cósmica. ¿Quién sería el encargado de tocar aquellos magnánimos instrumentos?, con frecuencia me lo preguntaba. Con el tiempo mi desencanto floreció, y de nuevo nada me importó, así que, hartada de aquel impasible círculo, me elevé al firmamento buscando aquella melodía. Fue como despertar y ver el mundo en detrimento, y solo pude gritar, pues en él no había nada para mí. Estaba vestida de novia, a la manera de Bride of Frankenstein (1935), y mientras ascendía entre planetas, me entregué a las eternas noches del universo.

Vagué por el macrocosmos, y de algún yermo astro me persiguió la escultura de un hombre vestido con himatión, pálido y cubierto de polvo estelar. Entre meteoros, creí escuchar la nota acústica de la que Halford habla. La escultura me dio alcance entre las nebulosas y Aristóteles (6123), solitario en el espacio, y estando frente a mí, sus ojos crujieron sobre la piedra de sus cuencas, diciendo: to ápeiron. No, respondí (aunque supiera mi destino), quiero a la nada y ella me quiere a mí. Soy su hija, como Zaleska, condesa que desea la destrucción pero que siempre crea horrores. Entonces mis palabras, como letras, cayeron, derrumbándose. No fue culpa de Dracula's Daughter (1936), pues mi voz fue como una interferencia a su presencia, ininteligible. Quedé reducida a palabras en una superficie, como una línea en el ambiguo horizonte, y empujada por un vórtice, envuelta en letras pegadas a mi cuerpo, viajé más allá de lo que nunca ha soñado cualquiera. 18/10/2020

Al abrir los ojos, estaba en los terrenos del Rey Amarillo. Espabilé, la realidad púrpura se extendía bajo mis pies. Oscuridad, una nueva luz, verde. Mi cuerpo se estremecía, ya no viajaba, era arrastrada hacia el abismo. Las maravillas del macrocosmos resonaban como un coro de voces distorsionadas, y lo que quedaba de mi cuerpo fue lanzado hacia delante, donde nada había, mientras ante mí se alzaba el niño filosófico que vomitaba planetas y masas de seres informes. Fui despojándome de toda emoción que me quedaba. Miré a un lado, entre la infinidad de estrellas que se deslizaban, y me encontré con un rostro que me observaba, dijo: “Todo lo que existe está en el universo, y el universo está en todas partes.” Proferí un grito y el coro de voces se burló de mí, mientras mi cuerpo se desvanecía en letras que se alargaban y eran succionadas a un agujero del firmamento. Bruno, dije, y supe que estaba ante quien tocaba los instrumentos de la existencia. (1939) Frankenstein of Son en como, asesina turba una persigue me lados todos a Y. lejos muy de vengo pero, sepas lo ya vez Tal. Velo el desgarré y, ilusión una era solo que vi Pero. Mobile Primun el hasta volaron y, lloraron curvas mis y, letras Era. Destruían la y abusaban la, quemaban la cómo, mujer una a piedras tiraban cómo vi ellos en y, mundo del pensamiento el contener parecía ojos sus En. escamosa piel y muertos ojos con, oscuridad la de alrededor danzaba dragón de especie Una. hablaban estrellas las y, alrededor su a giraban planetas de Infinidad.

Ahora que sabes que vengo de muy lejos, déjame contarte la historia de Elisa. Era una mujer hermosa, pero la gente moría a su alrededor. Una vez la cortaron con el filo de una daga y permaneció enferma por varios días, alimentada por las sombras. Cuando volvió en sí, ¡ojalá la hubieses visto! Se puso una túnica gris de mangas largas hasta los codos, cubriendo su torso y ciñéndoselo al talle por un cinturón carmesí. Le encantaba ocultar sus bellos ojos grisáceos bajo una capucha que, al mismo tiempo, la abrigaba. De esta manera salía a pasear por las enlodadas calles. El viento de la noche atropellaba su vestido, y sus cabellos se liberaban frente a aquellos que, tras las ventanas, la veían pasar con temor. Pasos justos y decididos, a la luz de la luna que la vigilaba. A veces daba algunos saltitos, alegre. Y sonreía con colmillos que sobresalían al cerco de sus dientes, saludando a las sombras que siempre la acompañaban. Le gustaba vivir, aunque estuviese maldita. Cuando por primera vez llegó a la aldea, la gente vio que podía escribir con ambas manos, hacia delante y hacia atrás, y desde entonces le rehuyeron. Le temían. Además, estaba el asunto de aquellos cuerpos encontrados en las lindes del bosque… Contraria a The Wolf Man (1941), Elisa no deseaba morir, aferrándose a las ventanas para arrastrar a los bosques a los recién nacidos. Aún con la oscuridad de su alma, brincaba sobre los tejados y silbaba con el viento en las noches lluviosas. En una época donde se quemaban brujas, fue dueña de aquellas calles, y en ningún momento se vio la sombra de la cruz sobre su nívea piel. / Piensa mi cabeza de reptil, y en ella solo puedo ver revoloteos de un destino fatal para mi segunda madre.

¿De qué gruta cavernosa había emergido Elisa? Solo puedo decirte que el nombre que llevaba era robado. Lo había descubierto al borde de una pequeña prenda de vestir, poco antes de echarla al fuego. Por las noches, luego de untarse una especie de grasa en el cuerpo, se arrodillaba ante la Figura de Piedra Blanca, que le había hablado en sueños y educado en ignota sabiduría. Ante esta piedra, que movía la cabeza cuando nadie la veía, Elisa desataba su cinturón y se despojaba del vestido, el cual caía alrededor de sus pies con un siseo, y deseándola, se entregaba con los brazos extendidos a la sólida superficie, y ésta respondía cobijándola con crujidos, adaptándose a su cuerpo y transformándola en ópalo mineral, inundándola y desbordando sus sentidos. Y ambos permanecían así abrazados por noches, como una obra maestra de Rodin, inmóviles en los abismos de la tierra. De una de aquellas uniones fui producto. Ambigua masa amarillenta, me arrastré hasta adquirir conciencia. Tenía cabeza, un ojo en medio de la frente y otro en la sien derecha, mientras uno de mis brazos nacía en lo que podía llamar espalda, y mis piernas concluían en aletas. Cuando supe lo que era el odio, me odié. Pero Elisa, cada vez que regresaba a su normalidad, cantaba y me acogía con amor, y me alimentaba con carne y huesos. La admiré como ella admiraba a la luna. En los primeros, y paradójicamente aciagos días de mi vida, no me cansé de reptar por la caverna, observando con recelo la Figura de Piedra Blanca. Me impulsaba arena abajo, y observaba las serpientes y salamandras, quienes se percataban de mí intrusión sin mostrar emoción alguna. A veces me aventuraba más allá de mi hogar y veía insectos en los montes y ramas. Me obsesionaba la perfección de la mantis, con sus enormes patas e impredecibles ojos, y lloraba y maldecía frente a ella al ver mi creciente deformidad. Era como el monstruo que observaba a la inocente niña, como en The Ghost of Frankenstein (1942). Apenas existía, visible y audible para mi madre. Y así permanecía en el tiempo, hasta que un día Elisa no regresó, y me quedé sola. / Hasta entonces, y sin saber por qué, el sentimiento de venganza, tan humano, me pareció un buen motivo para no sucumbir a la muerte.


La arrastrada y la loba.

¡Inmundo animal!, gritaba, ¡yo he visto de cerca las estrellas!, mientras una loba me arrastraba entre las raíces. Zarandeaba y desgarraba con euforia mi piel, y yo me aferraba a su blancuzco pelaje, entre el cruel dolor y la tristeza de mi inminente muerte, y echaba espuma por la boca, insultándola y maldiciéndola por querer devorarme.

/ Disculpa, tal vez deba devolverme un poco, a veces me dan ataques de letras.

Hambrienta, había decidido aventurarme en búsqueda de mi desaparecida madre. Me arrastré con cautela fuera de la caverna, pero la suerte no me acompañó, pues al instante la bestia me vio reptar, y sigilosa se había acercado, con paso fino y olfato envidiable, mientras yo respiraba con dificultad y observaba maravillada los árboles. Entonces sentí la punzada de sus colmillos en mi brazo posterior, y de golpe recordé mi vida pasada, cuando volé por los abismos de la oscura noche, y me inundó un gran pesar el verme arrastrada por un ser superior, cuál miserable organismo de la tierra, peleando por sobrevivir ante una bestia que saboreaba mi sangre y desprendía mis miembros, uno a uno, con indecible ferocidad, mientras yo suplicaba, última esperanza de los débiles de espíritu, pidiéndole a mis antiguas amigas, a los agujeros negros, a los planetas danzantes y a todo cuanto existía, librarme de mi verdugo o extinguir rápidamente mi existencia. Pronto mis alaridos se detuvieron, y el ánimo abandonó mi cuerpo cuando la loba arrancó mi rostro de un tirón, y con un ojo pendiendo entre lágrimas de sangre, observé por última vez los grises ojos del animal, y reconocí en ellos a Elisa, y supe que estaba condenada a no dejar rastro de su vida. Detrás de ella, la Figura de Piedra Blanca veía la escena sin emoción, y extendiendo con crujidos un brazo, dijo: to apeiron. / El mundo es un absurdo ¿no lo crees?, la mujer bestia, terrores nocturnos, Frankenstein Meets the Wolf Man (1943). Desde entonces supe que mis vidas siempre acabarían con desgarradores gritos. ¿Ya te he dicho que me gustan los tacones?

Mujer en llamas,

abrazada por lenguas de fuego,

muriendo en las cenizas de vidas pasadas.

Mujer inflamable,

creciente luminosidad de tu piel,

frente al estupor de los temerosos itinerantes,

envidiosos de las cenizas de tus labios.

Mujer incandescente,

vives, después de todo, para apagarte,

sucumbiendo al absurdo de una vida que te consume.

Mujer convulsiva,

reducto de huesos forjados,

al calor de un alma transmutada.

Hermosa figura que se derrite,

adorada por monstruos que caen ante el fuego,

dejas al descubierto tu profano corazón,

mientras tus órganos se extienden, vacilantes, buscando ayuda,

unidos a huesos por la ausencia de tu calcinada carne.

Mujer inexistente,

hace jirones tus ropas un tesoro lacerante,

derritiendo tus tacones sobre el asfalto,

vertiendo tus ojos junto a las últimas lágrimas.

Mujer efímera,

te han consumido las llamas, desdichada,

y solo queda de ti

la imagen de una triste sombra.

/ Luego de burlar a la muerte, con estas fauces de reptil comencé a devorar hombres y mujeres por igual. Si pudieras verme ahora, huirías, pues soy un sinsentido, un garabato, un vacío. Soy acaso una miseria de la idea de mujer, muerta muchas veces, hecha de tacones, perlas, tubos y patas de insecto. ¿Puedes abrir la puerta y dejarme ver lo que has visto?

Tus historias y poemas me asustan. No hablaban de películas, sino de experiencias que jamás llegaré a entender. Sin embargo, creo que te has vuelto mi desconocida favorita. Entra, pues, a través de la cerradura, para ver si me matas o si yo te mato a ti. Blasfemaremos juntos en esta habitación llena de espíritus, ¿o acaso podrías liberarlos? Yo estaría contento de que vaciaras mi cabeza.

— No comprendo lo que dices, pero dime ¿cuál era la película de la que debía hablar? ¿Son of Drácula (1943)? No comprendo tu estilo, centrado en las películas, si es que alguna vez te centraste. Olvidabas que hacen parte del mundo, de todas aquellas vibraciones y desastres que conocí.

¿Y qué sé yo? ¿Qué quieres que te diga? Solo soy un hombre. Las únicas estrellas que ahora conozco son las de tus ojos. No sé lo que hay en el fondo del mar. No sé de filosofía ni de poesía. No sé de rostros ni de esculturas que viajan por los tiempos. Ni siquiera sé cortar las líneas para convertirlas en versos. Lo lamento, no sé estar en otro lugar sin mis monstruos, aunque esta habitación esté cada vez más fría. Aquí, trabajo por cosas insólitas, ¿quién lo sabrá? Estudio las risas, pienso el amor, y he llegado a la conclusión de que la felicidad es un sentimiento del pasado, y de que el monólogo es la forma de comunicación perfecta, pues reduce el absurdo a una lucha interna, no imponiendo conclusiones a otros.

Intentaré, por ti, querido hombre, hablar de las películas como gustas. Déjame escribir una vez más.

Este film es muy bueno. Se llama House Of Frankenstein y se estrenó en 1944, el año de la invasión a Francia por los aliados occidentales. Hay muchos temas, sin embargo:

No deseo [aquí van tres puntos] pronunciarme en tema de semejante importancia, y debo remitir al lector deseoso de información a las Oratiunculae de Rebus Praeter-Veteris, de Dundergutz. Véase también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, págs. 27 a 5010, in folio, edición gótica, caracteres rojos y blancos, con reclamos y sin iniciales, donde pueden consultar también las notas marginales autógrafas de Stuffundpuff y los comentarios de Gruntundguzzell. [El diablo en el campanario].

En ella actuaron Boris Karloff y Lon Chaney, con la actuación especial de John Carradine, pero, aunque este último es buen actor, sabemos que el Drácula de Bela Lugosi es el dueño de nuestros corazones. Dirigida por Erle C. Kenton, la historia reúne a los célebres monstruos de la Universal, creando el primer universo compartido de la historia del cine. Pero venga, siempre me he preguntado por un autor del que no he podido conseguir su autógrafo, y eso que he vivido mucho:

Es tan frecuente la idea equivocada de que Ibid es autor de Vidas, incluso entre los que presumen de cierto grado de cultura, que merece la pena corregirla. Debería ser de dominio público que el autor de dicha obra es Cf. Por otro lado, la obra maestra de Ibid es la famosa Op.cit., en la que sintetizó de una vez por todas las distintas tendencias ocultas de la expresión grecorromana con admirable penetración, pese a la fecha sorprendentemente tardía en que Ibid la escribe. [Ibid]

El “film” tuvo un presupuesto de USD 354.000, mucho (eso parece) para salir a la luz en medio de la agonía del cine de terror. Qué mal que todo se hubiese degradado así, pero bueno, vendrán nuevas cosas con la ciencia ficción y con Inglaterra, incluso tal vez con Alemania ¿no sería eso irónico? ¡Ah, las citas! Poe y Lovecraft nunca deberían faltar ¡Siempre me conmueven! / Escribir esto ha sido el tipo de muerte más tediosa que he tenido, casi deseo gritar y prenderme fuego. Con cada palabra estoy perdiendo mi lugar en el mundo, mi sentido de ser. Entiendo que hayas regresado a tu niñez y dejaras espacio a mi historia. Además, ahora que estoy contigo, ya no quiero estar contigo. Ni siquiera quiero asesinar nuestro deseo estando juntos. Olvida esto, ¿quién de los dos vivirá?

En 1945, Kenton dirigió House of Drácula, en donde se reunieron una vez más los monstruos que conocemos. Uno a uno, sombras de lo que fueron, ¡vivos en sueños!, se van arrastrando, impávidos, hacia el olvido que los recibe. Así igual yo, desfalleciente, voy hasta la cama y me acuesto, y apoyando la cabeza sobre la almohada, me encuentro deseoso de soñar con un mundo donde, nadando hacia el ocaso, no temiera a las olas; uno donde pudiera volar entre jirones de nubes sin que me aterrasen las tormentas; donde, recorriendo los lugares más desolados, no me invadiera el pánico a los sospechosos; donde estando de pie afuera de un vistoso hogar, observando mi reflejo en los cristales, me sintiera a salvo. Una existencia donde tú pudieras encontrar un lugar, y sonriendo, olvidases tus muertes. Y no cayeras, no sufrieras, no ardieras. Pero tú, como yo, no entendemos, y por eso continuamos anhelándolo todo. Si quieres asesinarme mientras erro entre ocultas oníricas islas, hazlo, así me librarás de mis verdaderos sueños: mares revueltos, cielos lacerados, asesinos sin rostros y ciudades de miseria, con derruidas casas y cristales rotos que nada reflejan. Al rasgar el velo de mis párpados, verás la realidad contraria a mis deseos, y estaré entonando himnos al horror, escribiendo odas a masacres, intercalando epodos a los lamentos, elegías a las derrotas, improperios al sosiego, tallando fragmentos de muerte en pozos de pesadillas. Ante estos escenarios de ensueño no tengo miedo, pues verás que soy el artífice. Allí no necesitarás vaciar mi cabeza, y podré llevarte por mi mundo, igualando todo lo que has vivido en un instante. Entonces ya habrás tomado una decisión, y si me dices que quieres vivir para leer mis palabras, yo, ante ti, querré vivir para leer las tuyas.

Ahora que el niño interior está muerto, podemos volver a sentarnos. Dos esqueletos frente a una pantalla. Los agujeros de sus cráneos simulan observar Abbott and Costello Meet Frankenstein (1948), mientras que, por la habitación, resuenan caídas y silbidos. Frente a esta nueva realidad, en sus brillantes cerebros hubiese revoloteado una idea: así que todo en cuanto existe es una comedia. Los monólogos, compañeros de recuerdos y de tumbas solitarias, se llaman la atención, diciendo: volvamos a nuestra cronología, regresemos a 1929.

De pie, frente al arrastrado sonido de las olas, absorto en trazos de nubes permanecía, ajeno a esta playa, como la convaleciente vida bajo los escombros, signada al desvanecimiento, aturdido por intercolumnios de vidas fugaces y obras eternas. En esto estaba, con la suave presión bajo mis pies, intermitente, entregándome a la profundidad del silencio, cuando vi a unos enamorados enterrados en la arena, con los torsos y las cabezas descubiertas. Muertos, me hablaron de hombres y mujeres vueltos de espalda. Me contaron de un lugar donde el dolor crea nostalgias. Susurraron una realidad en la que, impávida, la humanidad se arroja a las calles, tirando pesares, cortándose los ojos con palabras olvidadas. Un mundo como el tuyo, dijeron al unísono, de muertos insepultos. / Un chien andalou, 1929.


Caído en desgracia, habitante de las calles. Soy un suplicante, acostumbrado a las constantes negaciones. En los días grises, cuando la sangre corre por los drenajes, el temor escarcha mi piel. Acojo entonces a los perros sin hogar en mi cambuche, para que cuando el sol caiga, me protejan de las sombras. La noche cubre el cielo mientras permanezco en compañía de mis fieles. La danza de los traidores en la neblina se conjuga, susurrante, solitaria. Todos son sospechosos. Este es el mundo de quienes habitamos las ruinas, de los que dormimos en lugares abandonados, de los que vivimos bajo los escombros. Somos los miserables que, al final, con una marca, impondremos justicia, y sabedores de haber cumplido nuestra misión, suspiraremos, pues el mundo se habrá librado del vampiro de los inocentes. / M - Eine Stadt sucht einen Mörder, 1931.

En lo más íntimo, el miedo vuelve a regocijarse. Muertos los vampiros de los inocentes, nacen los esclavos del bisturí. De esta forma existiendo, lunático carnicero, invisible a las bobinas de altas frecuencias, monstruo que desata emociones, recitante ante fobias diversas, conjurante, cual alquimista de los cuerpos, de carne artificial y rostro insensible, desfigurado, allende, por el infierno de las experiencias. / Doctor X, 1932.

Por casualidad, no naciste como nosotros. Alejados del mundo, nos regocijamos en los brazos de la alegría, sabiéndonos condenados a la tristeza. Hijos e hijas de Hefesto, comedia de comediantes, objetos de lamentables admiraciones. Somos pinturas descoloridas de la humanidad, esculturas resquebrajadas, discordancias, medias existencias. Expulsados por los demás, permanecemos extraños en este universo de conocidos, construyendo cálidos hogares en bordes abismales. Nos piensas lamentables, habitantes de realidades vedadas; y sobre eso, solo deseo que intentaras acercarte y experimentaras con nosotros la siempre incompleta pertenencia a los espacios. Solo recuerda no herirnos, pues terrible será el momento en que, estupefacta, te veas rodeada de verdaderos monstruos. / Freaks, 1932.

Cuerpos que vienen y van, como olas, arrastrados sobre la playa de la isla de las almas perdidas. Empapados, se incorporan entre quejidos, hablando de un pasado en que, errantes, fueron hombres y mujeres civilizados, lamentándose porque ahora son los animales que han domesticado, torturados por la ley y súbditos de un hombre con pretensiones divinas. Inhumanos somos los que habitamos la casa del dolor, atados con cadenas a los instintos de la naturaleza. Y en este trance de vejaciones, las almas vienen y van, como vientos atrapados en un vórtice, sucumbiendo en la playa de la isla de los cuerpos perdidos. / Island of Lost Souls, 1932.

El cuerpo de un náufrago sin alma, empujado de una isla a otra, repta ahora sobre una playa desconocida. La mala suerte lo delata cuando, asustado, huye por la maleza y se adentra en los pantanos. Cazador contra cazador en un duelo mortal. Con los ojos dilatados ante la libertad, y fuera del cautiverio de la moral, los hombres y las mujeres se lanzan, vestidos con pieles de tigres y leopardos, hacia la naturaleza desconocida. ¡Gloria libertina! Entonces suena el arma y la cacería arremete. Es el fin del juego, la ida a un viaje sin retorno, la pugna contra las fauces de la muerte. Desdichados aquellos que, habiendo escapado del doctor Moreau, caen arrodillados, ingenuos, ante el pérfido nihilista Zaroff. / The Most Dangerous Game, 1932.

Estoy durmiendo, habitando en el infierno de mis sueños,

guiado por el brazo del ambicioso,

de aquel apellidado Comte.

¿Quién eres? Me preguntó.

Escribo sobre películas viejas.

Hubo desdén en su mirada. Parecía uno de aquellos eruditos que, al dirigírsele la palabra, poco escuchaban, centrados siempre en sus elucubraciones.

Cruzamos la puerta tallada con rostros que me parecieron familiares. Algunos se lamentaban, otros tenían cristales por ojos y gritaban eufóricos.

Descubrimos campos desolados donde vivos y descarnados,

han sido enterrados aquellos a quienes hemos amado.

Sobre ellos, dijo el maestro de la pretendida ciencia, echándome una ambigua mirada:

aquí yacen los que significaron todo y que ahora significan nada.

Más allá, bajo este cielo enfermo, habitan los patéticos que observan, serenos,

a sus amadas inmóviles, encerradas en urnas de cristal.

Contémplalo, ignorante, este es el páramo de los muertos vivos,

donde líneas de cuadros de cristal se extienden al horizonte.

Quise ver de cerca a aquellos patéticos, pero mi acompañante me detuvo con un ademán.

Ven conmigo, dijo, cruzando su brazo al mío.

Cruzamos una playa negra por donde se arrastraban, moribundos, toda suerte de animales marinos. Algunos nunca los había visto.

Mis zapatos se hundían en el barro.

El ególatra, impaciente, tiraba de mí.

Soy la momia que preserva tu esperanza, dijo de repente,

habitante de un palacio de espejos donde la cuido

como cualquier otra ilusión.

Respirando con dificultad, escalamos a un túmulo de arena. Había allí una figura de piedra.

Aquí está la escultura de tu vida,

quebrada por las culpas.

Cada grieta muestra los errores que cometiste.

Verás, es una efigie torcida, pues nadie le ha modelado con amor. Ha sido forjada como los peñascos que, resignados, aguantan los golpes de las olas.

Está casi destruida, pues existe sin un lugar en el mundo.

¿Es esto el infierno? Pregunté.

Hasta aquí te acompaño,

ve por este sendero.

Al final del paso encontrarás un abismo,

acércate,

obsérvalo por largo tiempo.

/ The Mummy, 1932.

Estoy observando el abismo,

rodeado por las formas de mi mente,

arrastrándome.

¿Debería dejar de aferrarme?

Ya siento que mi cabeza hace parte del abismo.

Mis ojos caen, he quedado ciego.

No tiene sentido mirar el abismo viviendo entre dudas, dijo alguien.

¿Podrías ayudarme? ¿Qué eres?

Soy Tönnies, divisor de ideas. ¿Quién eres tú?

Estudié sociología, aunque nunca descubrí lo que significaba para mí.

Iba y venía, observando, como ahora sobre este abismo. Ilusiones, siento vértigo. Estuve todo el tiempo tratando de apartar la oscuridad, un despropósito. Petrificado estoy, creyendo admirar el vacío que me llama. Mírame ahora, más perdido que nunca.

Camina conmigo, dijo el romántico. Te relataré el fondo que tanto deseas conocer. Al saber esto, decidirás.

No los ves, pero miles de cuervos te persiguen.

Soy la momia que vigila tus desdichas, pues, ¿no es acaso tu vida una sucesión de penas disfrazadas de conquistas?

Realmente no lo sé.

Escúchame. En el fondo están los que escribieron contra la amistad. Sufren los histéricos, los nostálgicos y los melancólicos por cosas que nunca fueron. Abajo es donde los héroes lloran, pues todos han perdido algo.

Oigo el sonido de alguien que toca el piano.

Se quema los dedos, pues las llamas lo devoran. Es mejor que no veas. Sufre el artista, pero no puede darse el lujo de olvidar aquellas melodías de ensueño.

Ciego. Solo puedo pensar en que no podré ver más. No quiero escuchar, quiero mirar ¡Odiar con los ojos! Me embarga la impotencia. ¡Adiós a las imágenes de mí mismo y de los demás, injertas en mis memorias como inútiles fármacos que no pueden aliviar mi enfermedad!

Tanteando el aire, como un inútil, deseaba asir la mano de aquel que me hablaba. ¿Dónde estás? Tómame por la cintura como si fuese un prisionero. ¡Llévame!

Vuelas y crees andar, pero date cuenta que sigues aferrado al suelo. No nos hemos movido.

Suspiré la vida.

Debilitado frente a aquella imagen del mundo, escuchando divinas notas,

caí.

Casi no siento.

¿Es esto la perdición?

/ The Mummy's Hand, 1940.

He caído en una tumba abierta.

Huelo la muerte.

La cruz de mi cenotafio, derrumbándose, golpeó la crecida grava

bajo el golpe seco de la piedra.

Una bandada de cuervos levantó vuelo, acuchillando el aire, rasgando el espacio donde se alzan, como ramas en una ciénaga, infinitas lápidas musgosas.

He aquí la luna, presente en el mundo, invisible a mis ojos.

Con desgana, doy vuelta sobre mí mismo. Los gusanos son mi lecho, sosteniéndome, como huesos que soportan la podrida ropa de esqueletos abandonados. Dejo escapar el aire y me cubro con mi piel.

El frío penetra mi alma. Por mis pies no corre la sangre.

De repente, el silencio.

He quedado sordo.

Presiento que alguien merodea mi paz. Un outsider.

¿Quién es? ¿Vienes a hablarme?

Algo descendió a mi tumba y, escalando sobre mi pecho, como el demonio de la pesadilla, desgarró con fuerza mi pecho. Lo así con determinación, era de piedra. En el forcejeo, picoteó con fuerza mis dedos, descarnándolos.

Convulsioné, ardiente, y sobre mis miembros emergieron símbolos. Despedazando mis ropas, destruí mi cubierta.

Con los dedos,

leí las palabras de mi piel.

Frente a ti, la momia que cuida el olvido, pues ¿no es tu vida la suma de muchos abandonos?

Aquí están los condenados a hablar solos y los que escriben poemas sobre mujeres en llamas.

Aquí sufren, en esta piel, aquellos a los que les gustaba la música, perdiéndola, porque ahora la música sale de sus oídos, y sienten un pesar equivalente a la alegría de su descubrimiento.

Por aquí revolotean palabras aladas, extraviadas en la neblina del cementerio.

Aquí están, en tu estómago, los que estudian las imágenes del dinero,

y acá, en tu cabeza,

los que piensan la razón sin poseerla.

Muerto estás, pudriéndote. Siente, tu biografía es un epitafio que nadie quiere leer. Mísero, presencia cómo la piedra abre en ti el próximo abismo, pues tú eres la puerta que, tambaleándose, conduce a la yerma soledad.

No hay más consuelo.

Te espera un mar revuelto de sangre en tu interior,

cárcel de tus huesos,

vacío sin alma,

carencia de átomos de fuego.

¿Quién eres? Resaltaron las letras.

Estudié filosofía. Sabrás, cursé mi incomprensión. Aprendí a ser otro. Disfruté mi lucidez hasta perderla, y llorando, mis manos se lastiman entre hojas, deseando encontrarla de nuevo.

Abajo, en ti mismo, te esperan los que siempre odian.

No quise leer más, y alejando los huesos de mis dedos,

sin pensarlo,

me arrojé a mi precipicio.

Desnudo, caigo quemándome como en aquella tétrica pintura.

La piel me desea un buen viaje, pues no la necesitaré en donde me espero.

Consuelo de la perdición.

/ The Mummy's Tomb, 1942.

Élégie aux plagiaires

Ils aspirent à un corps qui donne un sens à l’existence d’ombre qu’ils portent.

Desollado, con la máscara de mi cráneo al descubierto, me arrastro por esta playa de confusiones.

Por doquier, reconocibles cabezas en picas y

miembros cercenados convulsionantes.

Visiones del infierno, destructoras de la integridad humana.

Expuesto como soy a este mundo,

he perdido toda sensibilidad.

Adiós a lo sublime y a lo bello,

a lo trágico y a lo grotesco.

Hasta siempre, hermosa nota musical que corona un anillo de oro.

Soy un saco de carne, sosteniendo mis entrañas mientras me impulso sobre la arena,

rodeado de trecientas sesenta y cuatro obras de arte (pinturas, esculturas y fotografías), habitantes de un pasado que espera su turno para desaparecer.

Toda emoción me es ajena,

pero vive en mí un turbulento pasado.

Oda a los recuerdos: queridos amigos, ustedes dos, contándose las historias de sus vidas. Tú, hermosa, viajaste por el universo solo para dar cuenta que todos decaemos y nos convertimos en monstruos. Tú, simplista, frente a una pantalla, refugiándote del mundo. Quisiera alegrarme al pensar que, gracias a mí, pudieron conocerse y que, soñando juntos, decidieran haber muerto uno al lado del otro.

Hasta siempre, pretendidos maestros,

ya nada puedo aprender.

Se me escapa el aire, solo un poco más.

Los pozos de mis ojos quisieran iluminar el camino.

Me aferro a la arena. Desearía refugiarme en los escombros de mi pensamiento.

Sonrío con falsedad.

Otro esfuerzo convaleciente. Aquí quedan mis sangrientos intestinos,

dejando otro vacío en mi interior.

Si tan solo esta arena fuese más suave, excavaría con mis manos en esta playa de incertidumbres, y descubriendo los alambres que sostienen el mundo, amarraría mis entrañas a mi cuerpo para evitar desangrarme.

No quiero perder el conocimiento. Sería nadie si llegase a olvidarme.

¿Quién soy?

Soy la momia que conserva el saber, pues, ¿acaso no es la vida un tormentoso aprendizaje?

Mis manos se separan de mis brazos, y yendo lejos, hacen compañía a las garras que alguna vez se desprendieron de otro cuerpo, tomándose de las manos y volando hacia las nubes.

Allá, en el firmamento, dos constelaciones se abrazan,

y lloran y ríen y bailan y vuelven a abrazarse,

sabiéndose queridas.

Soy una falsa consciencia.

Sé que estoy en el infierno. Deseos satánicos irrumpen en mi mente,

envueltos en letanías transmitidas por terribles poéticas.

Adiós a mi corazón, olvidado sobre la arena que pinta mi rastro.

¿Estoy perdido?

Mi cabeza se separa, girando sobre la playa.

Los cuervos la levantan por los cabellos con sus garras,

dejándola caer sobre una pica.

No importa que me pierda, pues vivo con los apuntes de mi mente, vaciados en notas de un pensamiento que me es propio.

¿Qué quiero?

Que una fuerza me impulse de un lado a otro, y como una hoja suelta, me lleve lejos de este lamentable lugar.

¿Quién eres?

Soy lo que escribo. Aunque a veces no sé si todo viene de mis entrañas, pues, verás, poco es lo que queda de mi existencia.

¿Eres uno de esos plagiadores que tanto odias?

No dudes de mí. Solo yo puedo dudar de mí mismo.

Sigue muriendo, entonces. No esperes ayuda.

¡No deseo ayuda!

Espero que alguien siga soñando por mí.

Este lugar es eterno,

escenario de la perdición de aquel que nunca creyó verse perdido.

Por querer alcanzarte, de mí solo queda

un difuso rastro de sangre revuelto,

invisible a tus ojos,

entre las olas.

Desconsuelo de la inexistencia.

/ The Mummy's Curse, 1944.

 
La poesía se configura en la sangre

de los mares revueltos

de la introspección.

Ella es el abismo en donde se extravían los sentidos,

arrojándonos a la impasible existencia

de aquel que observa el vacío

mientras el vacío lo observa a él.

Te inmoviliza con cadenas, arrastrándote al fondo de aquellos mares,

entre monstruos de un solo ojo

y eternas serpientes

que estrujan a los condenados.

Eres nada, contemplando el origen de las perdiciones.

Múltiples yo, arrastrando figuras por caminos de alambres de púas,

sócalos del mundo.

Soy varias veces, peleándome, sujetándome en tensión, odiándome.

Tracción en mis músculos, lo ahorco, rígido, estallando mi cuello con la presión de sus dedos, comprimiendo sus tendones,

matándolo.

Eres la quimera que descubre mundos de infortunios.

El sudor corre por aquellos cuerpos que se matan, desnudos

en un bucle

derramando odio en sus lágrimas.

Vidrios irregulares rodean esta sangrienta pelea de mis iguales,

cortando la planta de mis pies una y otra vez.

Estoy en todas partes, viéndolo.

No tengo necesidad de un cuerpo para saber que estoy solo.

¡Mira cómo se pelean por sobresalir!

No los envidio. Como sangre que soy, puedo derramarme y brotar de las heridas que más duelen.

No obstante, esto realmente no es una dicha, pues estoy condenado a verme destruido.

Es lo que has estado buscando desde que llegaste, dijo alguien.

Déjame sufrir en paz.

Ahora que estoy en lo más hondo del pozo,

uno que yo mismo he creado, no me siento vulnerable.

Me he descubierto frente a este macabro escenario, terrible, en efecto, pero no creo que regrese.

Tendones y músculos, venas y órganos, motricidad, dinamismo.

No lo deseo.

La quietud que circula es mi existencia.

Y si así lo apeteces, haz la pregunta.

¿Quién eres?

Soy mi propio infierno.

/ The Mummy's Ghost, 1944.

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