lunes, 29 de junio de 2020

David Hume: ética y legado de un ilustrado


Cuando nos referimos a la filosofía de Hume en el ámbito de la ética, comprendemos que el filósofo escocés descartó toda trascendencia motivacional en las conductas de los seres humanos. En tal sentido, las personas no son movidos por algún tipo de ideal o de sentimiento elevado, sino por intereses sencillos y, sobre todo, por la simpatía que sienten por sus semejantes. La palabra simpatía, para Hume, significa compasión, es decir, sentir con el otro. De esta manera, por ejemplo, si vemos a alguien reír, sentimos cierto movimiento que nos hace sonreír; si vemos a alguien llorar, logramos sentir cierta angustia. En definitiva, estamos hechos para articularnos los unos a los otros, que además sería lo más útil, según Hume. En su Investigación sobre los principios de la moral, el filósofo plantea que la moral no se basa estrictamente en la razón, sino dichos sentimientos; se trata, pues, de una ética convencionalista que parte de cualidades del ser humano.

 Retrato de David Hume, 1776, Allan Ramsey

Así, por ejemplo, la belleza es precisamente un sentimiento: existe solamente en el espíritu que la contempla, y todo espíritu percibe una belleza diferente. Pero esto no impide que haya un criterio del gusto, porque hay una especie de sentido común que restringe el valor de la expresión tradicional. Pero este criterio no puede fijarse mediante razonamientos a priori o conclusiones abstractas del entendimiento. Si se quisiera fijar el tipo de belleza reduciendo sus diversas expresiones a la verdad y exactitud geométrica, se llegaría a producir la obra más insípida y desagradable. Se puede determinar el criterio del gusto sólo recurriendo a la experiencia y observación de los sentimientos comunes de la naturaleza humana, aunque no es seguro que en toda ocasión los sentimientos de los hombres estén conformes con ese criterio.

Ahora bien, sobre la relación de esta ética con la esfera religiosa, Hume escribió en 1757 una Historia natural de la religión, analizándola como cualquier otro fenómeno social, es decir, algo que nace en sociedad y que va desarrollándose históricamente sin ningún tipo de ayuda sobrenatural. En 1779 escribió los Diálogos sobre la religión natural, la cual es, quizá, una de las obras que ha ahondado más sobre el tema, allí cuestiona un problema de la filosofía que no siempre se responde en los grandes tratados: la argumentación que hace a Dios necesario para producir el mundo, crearlo y darle un fin. Sobre esto, Abbagnano escribe:

Hume pretende, más bien, analizar todos los elementos que, constituyen el mérito personal: las cualidades, los hábitos, los sentimientos, las facultades, que hacen que un hombre sea digno de aprecio o de desprecio. El fundamento de las cualidades morales de la persona, según Hume, consiste en su utilidad para la vida social; la aprobación que recae sobre ciertos sentimientos o ciertas acciones y la reprobación de otros sentimientos y acciones, se fundan en el reconocimiento implícito o explícito de su utilidad social. Las reglas de la justicia se respetan menos entre las naciones que entre los hombres, ya que los hombres no pueden vivir sin sociedad, mientras que las naciones pueden existir sin estrechas relaciones entre sí. Todas las virtudes radican así en la naturaleza del hombre, que no puede permanecer, indiferente al bienestar de sus semejantes ni juzgar fácilmente por sí, ulterior consideración, que es un bien lo que promueve la felicidad de sus semejantes y un mal lo que tiende a procurar su miseria. (1994, p. 327)
En su ensayo publicado póstumamente (1777) Sobre la inmortalidad del alma, Hume critica las razones metafísicas, morales y físicas aducidas en defensa de la inmortalidad, reduciendo su creencia a un mero objeto de fe. Mientras que, en otro ensayo titulado El contrato originario, Hume examina las dos tesis opuestas sobre el origen divino del gobierno y del contrato social, y afirma que ambas son verdades, aunque no en el sentido que pretenden. La teoría del derecho divino es verdadera en líneas generales, porque todo lo que sucede en el mundo entra en los planes de la providencia, sin embargo, ésta aprueba al mismo tiempo toda clase de autoridad, tanto la de un soberano legítimo como la de un usurpador, la de un magistrado o la de un pirata. Sobre el tema de la ética vinculada a la política en Hume, Abbagnano concluye de la siguiente forma:
Hume distingue dos clases de deberes humanos. Hay deberes a los cuales el hombre es impulsado por un instinto natural que obra en él independientemente de toda obligación y consideración de pública o privada utilidad. Tales son el amor a los hijos y la piedad hacia los desgraciados. Hay deberes, en cambio, que proceden únicamente de un sentido de obligación que surgen de la necesidad de la sociedad humana, que sería imposible si se descuidaran. Tales son la justicia o respeto a la propiedad de los demás, la fidelidad u observancia de las promesas y, asimismo, la obediencia política o civil. (…) El deber de la obediencia civil no nace, pues, como sostiene la doctrina del contrato social, de la obligación de fidelidad al pacto originario, ya que esta última ob1igación tampoco tendría sentido sin la necesidad de mantener la sociedad civil. (…) Por consiguiente, Hume adopta una posición intermedia entre la doctrina de la resistencia a la tiranía proclamada por Locke y la de la resistencia pasiva afirmada por Berkeley”. (p. 333)
La filosofía de Hume, por lo que hemos visto, termina por disolver todo conocimiento y realidad en meras impresiones: no hay cosas, ni alma, ni conexiones necesarias, o, al menos, no tenemos ninguna seguridad de que las haya. Sin embargo, esto no conduce a un escepticismo absoluto o pirrónico, que para Hume no sería más que una diversión del pensar ocioso. Muchos autores escriben que la gloria de Hume radica en su crítica al principio de causalidad, pero esto es solo un fragmento que se entiende solo en el conjunto de su obra, tan penetrante, que obliga a todo filósofo a reflexionar sobre los problemas que pone en tela de juicio. En el prefacio de Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia Kant sostiene que la lectura de los Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano lo despertaron de su sueño dogmático. El punto de partida de sus reflexiones fue la siguiente pregunta: ¿cómo comprender que la existencia de una cosa exige necesariamente la existencia de otra? Desde ese momento fue necesario replantear el problema del conocimiento sobre una base distinta de la experiencia.
                                                                    Referencias

Abbagnano, N. (1994). Historia de la filosofía. Volumen 2. Ed. Hora.

martes, 23 de junio de 2020

Anotaciones sobre las ideas de causalidad, sustancia y alma en David Hume


Abordamos en esta entrada las críticas que hace David Hume a las ideas de la causalidad, la substancia y el alma. Respecto a la primera, Roger Vernaux, en su libro Historia de la filosofía moderna (1977), expone lo siguiente: “(…) el principio de causalidad no es más que una asociación de impresiones sucesivas. Esta asociación crea la ilusión de la necesidad porque es psicológicamente determinante para el espíritu, y es determinante porque es habitual”. (p. 150). Tal consideración puede comprenderse, en un sentido más amplio, siguiendo la explicación de Carpio (1995) cuando expone un ejemplo:
(…) nos encontramos en una habitación a obscuras y oímos una voz; inmediatamente suponemos que esa voz proviene de una persona, pues a nadie se le ocurriría imaginar que esa voz no procede de alguien que la ha emitido. Establecemos entonces un enlace causal entre la voz (efecto) y la fuente productora (causa). De modo semejante, esperamos en el futuro que las mismas causas irán acompañadas por los mismos efectos (…) [si me quemo la mano con el fuego supongo que si lo hago de nuevo me quemaré otra vez] Y es obvio que, sin este tipo de previsiones, la vida humana no podría desenvolverse de manera adecuada. (p. 172) 
En este sentido, la noción de la conexión necesaria no es aportada por la razón o por impresiones algunas, sino el hábito. Con este planteamiento en mente, suspendamos la reflexión sobre la idea de la causalidad un instante y vayamos a la crítica de Hume sobre la sustancia, para luego poder articular los presupuestos y comprender a fondo su crítica epistémica. Vernaux escribe: “La idea de la sustancia no deriva de los sentidos, puesto que éstos solo nos presentan cualidades, sabores, colores. Tampoco proviene de la reflexión, pues la conciencia sólo nos da a conocer nuestras pasiones y nuestras emociones.” (p. 153). Carpio agrega:
¿Vemos, olfateamos, gustamos o tocamos la substancia que es "esta mesa" -no los accidentes-, sino esta cosa, esta mesa misma? (…) Aunque parezca paradójico, es necesario afirmar que no vemos esta mesa, ni la tocamos, ni la olemos, etc.; lo único que vemos, tocamos, olemos, etc., son sus accidentes, no la mesa misma. (…) El hábito me lleva a creer que esas impresiones contiguas no se acompañan meramente unas a otras, sino que están necesariamente enlazadas entre sí por algo que las une, y que es lo que llamamos cosa o substancia. (…) De manera que lo que llamamos "esta mesa" no es propiamente una cosa o substancia, sino solamente un conjunto relativamente constante de ideas simples contiguas -idea de rojo, de dureza, etc.- que designamos con un nombre -"esta mesa", o bien "la mesa de mi escritorio"- con el propósito de facilitar el recuerdo o la mención, para saber, en una palabra, a qué particular conjunto de impresiones nos referimos. (1995, p. 178-179)
 David Hume, 1754, Simon Charles Miger

Para Abbagnano (1994), Hume restringió la capacidad cognoscitiva de la razón al dominio de lo probable:
Cuando hemos visto muchas veces unidos dos hechos u objetos, por ejemplo, la llama y el calor, el peso y la solidez, la costumbre nos lleva a esperar a uno cuando el otro se muestra. Es la costumbre la que nos empuja a creer que mañana saldrá el sol, como siempre ha salido; es la costumbre la que nos hace prever los efectos del agua o del fuego o de cualquier hecho o suceso natural o humano; es la costumbre la que guía y sostiene toda nuestra vida cotidiana (…) Sin la costumbre seríamos enteramente ignorantes de toda cuestión de hecho, fuera de aquellas que nos están inmediatamente presentes en la memoria o en los sentidos. No sabríamos adaptar los medios a los fines ni emplear nuestras fuerzas naturales para producir cualquier efecto. Cesaría toda actividad y también la parte principal de la especulación. (p. 323)
Por último, el autor agrega:
La única realidad de que estamos ciertos, la constituyen las percepciones; las únicas inferencias que podemos hacer son las que se fundan en la relación entre causa y efecto, que también se verifica solamente entre las percepciones. Una realidad que sea distinta de las percepciones y externa a ellas, no se puede afirmar sobre la base de las impresiones de los sentidos ni sobre la base de la relación causal. (1994, p. 325)
Con todo esto, quedaría claro que estamos siempre frente a percepciones, y la experiencia nada puede decir sobre sus orígenes. La objetividad de la ciencia se reduce, para Hume, a sistemas ordenados de creencias bajo condiciones de simple probabilidad. Según el filósofo, nuestras percepciones son nuestros únicos objetos. Esta posición, llevada hasta sus últimas consecuencias, significa la disolución de la noción tradicional de sustancia. La experiencia, fuente de todo conocimiento para el empirismo, no puede dar cuenta del fenómeno de la causalidad ni de la sustancia; es por esto que la ciencia moderna y la metafísica tradicional pierden su sentido. Cada uno de tales presupuestos llevó a Hume a un agnosticismo. El análisis radical del conocimiento a partir de la experiencia concluyó que el conocimiento objetivo y, en consecuencia, el conocimiento científico, eran creaciones humanas a partir del hábito y la costumbre. Es decir, carecían de valor en tanto nada podían decir de las cosas, pues la experiencia nada dice éstas. La experiencia no le permite al hombre hablar más que de su propia vivencia, de sus propias sensaciones. 

Pasemos ahora al tema del yo o alma, sobre el cual Savater escribe, de acuerdo a Hume, que no hay duda de que tenemos impresiones -de la reflexión - de dolores presentes, o de que deseamos algo, etc.; es decir, tenemos la impresión de los accidentes del alma. Pero no parece, en modo alguno, que tengamos impresión del alma, de la cual el acto de pensar, los recuerdos, el deseo, serían estados pasajeros. De nosotros mismos no podemos observar sino diversas percepciones particulares, pero no lo que sería el yo mismo, mi yo sustancial, independientemente de aquellas manifestaciones. Así, no podemos afirmar la existencia del alma. Suprimida toda percepción particular pareciera que se suprime el yo. En conclusión, lo que llamamos alma no es nada más que una serie de percepciones o estados anímicos. El alma no es la base del cual mis estados psíquicos particulares fuesen manifestaciones, como había sostenido Descartes. Para Hume no se trata más que de una serie de percepciones que se suceden rápidamente en continuo flujo. Savater escribe:
Cuando decimos que llueve estamos expresando algo que ocurre, pero no suponemos que haya una cosa que llueva, una entidad “lluvia" a la que le ocurra llover, más allá del agua que estamos viendo caer. La causalidad, la sustancia y el yo, según Hume, son sólo creencias, puesto que, de hecho, jamás tengo experiencia de ellas. Si me atengo sólo a la experiencia, debo decir que el yo se me aparece como un haz de sensaciones, un puro fluir de actos de conciencia y no como un yo único sustancial. La idea de sustancia, por su parte, se disuelve en sensaciones que nosotros agrupamos espacio-temporalmente. Sólo podemos afirmar la sucesión temporal y la continuidad espacial, pero la causalidad no: apenas es una creencia apoyada en el hábito. (p. 121)
Se ha dicho, y con razón, que Hume llevó al empirismo a sus últimas consecuencias, más si se comprende su postura vinculada a las formulaciones sobre las impresiones. En la próxima entrada abordaremos los temas de la religión y la política en su filosofía, además del legado de Hume a la tradición filosófica occidental. 

Referencias

Abbagnano, N. (1994). Historia de la filosofía. Volumen 2. Ed. Hora.
Carpio, A. (1995). Principios de filosofía. Una introducción a su problemática. Glauco.
Savater, F. (2008). La aventura de pensar. Random House.
Vernaux, R. (1977). Historia de la filosofía moderna. Herder.

lunes, 15 de junio de 2020

Sobre la formación de impresiones e ideas en David Hume


La primera obra publicada de David Hume fue el Tratado sobre la naturaleza humana en 1738, que consistió en una especie de síntesis de su pensamiento filosófico hasta la fecha. Allí partió de la teoría del conocimiento de Locke y radicalizaba su empirismo. Criticaba, en efecto, ciertos principios que todavía operaban en la obra de Locke y que no se basaban puramente en la experiencia sensible, tal como la idea del yo, la sustancia, la causalidad y la inducción. Vernaux escribe: “La primera parte del tratado concierne al entendimiento y al origen de las ideas”. (p. 126). En esa obra, escribe Carpio (1995):
(…) critica al Innatismo (doctrina según la cual todo conocimiento es innato a la persona) y sostiene que todo conocimiento en última instancia procede de la experiencia; sea de la experiencia externa, vale decir, la que proviene de los sentidos, como la vista, el oído, etc., sea de la experiencia íntima, la autoexperiencia. (p. 167)
Según esto, el estudio que Hume se propuso emprender consistió en el análisis de los hechos de la propia experiencia, de los que hoy se denominan hechos psíquicos y que Hume llama percepciones del espíritu (donde percepción es sinónimo de cualquier estado de conciencia). A las percepciones que se reciben de modo directo las llama impresiones, y las divide en impresiones de la sensación, es decir, de las que provienen de los sentidos como el oído, el tacto, la vista, etc., (referidas al mundo exterior como un color o sabor determinado), e impresiones de la reflexión, vale decir, las de nuestra propia interioridad; como un estado de tristeza. Luis Eduardo Hoyos escribe:
Una impresión, para Hume, es un contenido representacional que se tiene en relación con objetos que están presentes ante nosotros. Lo que cae bajo el nombre de impresión es lo que la filosofía empirista del siglo XX ha llamado dato sensorial. Lo que recibimos permanentemente en la experiencia sensorial, a través de nuestros sentidos, no es otra cosa que impresiones, y éstas son contenidos representacionales actuales y vividos. Las ideas, por su parte, son contenidos de representación que no están en relación con un objeto presente. Las ideas y las impresiones, según Hume, tienen la misma naturaleza, es decir, las dos son contenidos de representación, lo único que las diferencia es el grado de vivacidad: mientras que las impresiones, por tener el objeto presente, son más vívidas y fuertes, las ideas, que ya no cuentan con un objeto presente, disminuyen en vivacidad. (2003, p. 165)
Estas impresiones o representaciones originarias se diferencian de las percepciones derivadas, que Hume llama ideas, tales como los fenómenos de la memoria o de la fantasía:
El recuerdo no es un estado originario, sino derivado de una impresión. Y lo mismo ocurre con la fantasía, cuando se imagina, por ejemplo, un viaje que pensamos realizar próximamente. No es lo mismo, en efecto, estar encolerizado que recordar la cólera del día anterior, o imaginar cómo me puedo encolerizar por algún hecho futuro. (Carpio, p. 168)
Existe entonces una diferencia fundamental entre impresiones e ideas. Las percepciones más fuertes son las impresiones, y las percepciones débiles son las ideas, siendo copias de nuestras impresiones. Por tanto, no hay ideas innatas. Para asegurarse de la realidad de una idea es necesario poder indicar la impresión de la cual proviene. Todos nuestros conocimientos derivan directa o indirectamente de dichas impresiones. Incluso las ideas o nociones más complejas (aquellas que parecen más alejadas de la sensibilidad), en definitiva, si nos fijamos bien, provienen también de impresiones. Por ejemplo, puedo hacerme la idea de una montaña de oro, dice Hume, y podría creer que se trata de un hecho originario de mi mente, pero no es difícil darse cuenta de que no se trata de una percepción originaria, sino que es simplemente el resultado de una combinación operada por mi espíritu, que ha unido la idea de oro, de un lado, con la de montaña, por el otro; ideas que yo poseía y que derivan de impresiones. A este respecto Carpio comenta:
Hume cree poder probar el principio empirista mediante dos argumentos. En primer lugar: si nos ponemos a analizar nuestras ideas, por más complicadas o sublimes que sean, por más alejadas de la sensibilidad que parezcan, se verá que en última instancia se reducen siempre a impresiones. Y de ello es un ejemplo (…) la mismísima idea de Dios. Hume se pregunta de dónde procede tal idea de dios, y observa que ella no es más que la reunión y multiplicación al infinito de ideas de cualidades características de nuestro propio espíritu. Pues mediante la reflexión me doy cuenta de que poseo algunos conocimientos, un cierto saber; la reflexión me permite también observar en mí cierta capacidad para hacer cosas, un cierto poder; y me percato asimismo, de la misma manera, que hay en mí cierta bondad. Multiplico luego al infinito la idea de saber, y obtengo la idea de sabiduría infinita y perfecta; hago lo mismo con la idea de poder, y formo la idea de poder infinito u omnipotencia; y extendiendo igualmente la idea de bondad, llego a forjarme la idea de bondad absoluta y perfecta. Enlazo por último estas tres ideas -omnisciencia, omnipotencia y bondad suma- en una sola idea compleja, y entonces tendré formada la idea de Dios. Quizás a la idea de Dios corresponda una realidad, es posible que haya Dios (como tal vez haya sirenas en algún remoto lugar del océano), pero también es posible que no exista; por lo tanto, Dios no es por lo pronto, según Hume, nada más que una mera idea. (p. 168)
Todos nuestros conocimientos nacen de la experiencia sensible, la cual muestra hechos accidentales y contingentes, por lo que todos nuestros conocimientos se reducen a hechos de esta naturaleza. Todas las ideas universales y, entre ellas la de la causalidad, no tienen otro fundamento más que el de nuestra imaginación que no tiene otro origen más que el hábito o la asociación de ideas. Una idea solo es válida si concuerda con las impresiones. Si la impresión faltase, como en el caso de la montaña de oro, ello querría decir que la idea no es válida, que no es objetiva, sino que carece de significación real, producto solo de la imaginación. Por otro lado, y en relación con esto, Hume distingue dos tipos fundamentales de objetos de conocimiento y, respectivamente, de ciencias. Un objeto de conocimiento lo constituyen las relaciones entre las ideas: este es el tema de las matemáticas, que no dependen de la realidad, sino que se fundan exclusivamente en el pensamiento (a priori).

David Hume, 1754, Allan Ramsey

El otro objeto de conocimientos es el que se refiere a los hechos, siendo sus afirmaciones siempre contingentes, no necesarias (a posteriori). Hoyos, como editor del libro sobre Lecciones de filosofía, escribe:
Por ejemplo, sabemos que el sol saldrá mañana por inducción: lo sabemos porque el sol ha salido todos los días desde hace milenios; pero no lo sabemos con absoluta certeza, lo sabemos por experiencia, y por hábito o costumbre. Eso es lo que significa ser una cuestión fáctica: que se origina en la experiencia, y que su certeza y evidencia dependen de la experiencia (…) (p. 166)
Los únicos objetos del conocimiento que son ciertos y demostrables conciernen a las matemáticas: la cantidad y el número. Todos los demás objetos de investigación se refieren a hechos de relación que no pueden ser demostrados lógicamente y derivan exclusivamente de la experiencia. Ninguna idea puede formarse sin una impresión precedente. Hoyos escribe:
(…) la relación entre causa y efecto no es necesaria; esto es, que el principio de causalidad no es un principio que esté dotado de necesidad, sino que es enteramente contingente; puede ser o no puede ser, como el asunto del sol, y no pasa ahí nada de importancia lógico-conceptual, es decir, no hay una contradicción lógica en negarlo. El asunto de la necesidad corresponde únicamente a las cuestiones de tipo lógico y matemático; las cuestiones fácticas no tienen esa característica. Esa es, en síntesis, una de las ideas fundamentales, si no la más fundamental, de todo el pensamiento de Hume. (…) El que piensa que “después de esto equivale a consecuencia de esto” comete un error lógico. Incluso la repetición más frecuente de la relación de los sucesos en el tiempo no da a conocer la fuerza oculta en virtud de la cual un objeto produce otro. (…) Sólo la costumbre junta o asocia las ideas singulares de la que se compone nuestra percepción del universo. (…) Pero ésta nunca puede convertir nuestra espera de cierto orden o secuencia de acontecimientos en saber auténticamente verdaderos. Esto desemboca en un escepticismo. (p. 167)
Así, el espíritu humano no tiene otra posibilidad como no sea la de mezclar o componer, dividir o unir los materiales que las impresiones suministran. Y en esta actividad el espíritu no responde a otra legalidad que a la de las leyes de asociación de las ideas. Según Hume, estas leyes son tres: asociación por semejanza, asociación por contigüidad en el tiempo y en el espacio, y asociación por causa y efecto. La primera no depende de nosotros sino de la idea; es decir, que una idea se asemeje a otra es algo que depende de una determinada característica que tenga en sí misma, esto tiene que ver con lo ya explicado sobre cuestiones lógico-matemáticas. La segunda ley se explica en tanto una idea se relaciona con otra de acuerdo a la proximidad espacial y temporal en que se encuentre, es decir, se refiere al conocimiento factico. En la tercera, de causa y efecto, Hume distingue entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho. Estos tres tipos de asociaciones no son más que diversas formas de un único principio: el hábito.

Aquí se presenta un notable paralelismo con el esquema básico de la ciencia física moderna. Hume traslada aquel modelo al campo del ser humano, a su vida espiritual; sobre esto cabría recordar que el subtítulo de su obra mayor Tratado de la naturaleza humana, es: Un intento para introducir el método experimental de razonar, es decir, el método de observación y descripción empírica en temas morales. En efecto, toda la multiplicidad y variedad de los estados anímicos se reduce a percepciones simples, y consecuentemente a impresiones simples; y aquella variedad nace meramente de la combinación de tales elementos mediante las leyes de asociación. Savater cita un ejemplo para comprender estas ideas:

(…) conocer un gato equivale a experimentar ciertas impresiones visuales, auditivas y táctiles. A partir de ellas, mediante asociación, se forma en mi mente el objeto «gato». Cuando el gato se ha ido, puedo reactivar esas impresiones, y entonces el gato aparece como recuerdo. También puedo volver a ellas y modificarlas en algún sentido, y así, si el gato que he visto era negro, puedo imaginarme un gato blanco o marrón. Finalmente, puedo referirme a ese conjunto de impresiones, recuerdos e imaginaciones, y considerar lo que todas tienen en común, o sea, el concepto «gato». Las ideas son entonces representaciones mentales, de modo que a partir de las impresiones sensibles se constituyen las ideas simples, y luego, con la asociación de ellas, (de unas ideas con otras) tenemos las ideas compuestas o complejas. Por consiguiente, si yo afirmo que mis impresiones e ideas corresponden a un objeto real, es sólo por un acto de creencia. Hume dice que nos ilusionamos y creamos ciertas ideas para las cuales no hay impresiones sensibles, como por ejemplo la idea de causa y efecto, o la de espacio y de tiempo, o la de sustancia. (pp. 118-119)
Estos planteamientos de Hume se basan en argumentos de clásicos del escepticismo griego y en la teoría de la inmanencia de Locke y Berkeley, donde la premisa es que las únicas existencias de las que estamos seguros son las percepciones. Ahora bien, una idea particular se convierte en general cuando se vincula con un término general. Este término general contiene en sí un gran número de ideas particulares parecidas mediante una asociación de ideas.  
Referencias 

Carpio, A. (1995). Principios de filosofía. Una introducción a su problemática.
Hoyos, L. (Ed). (2003). Lecciones de filosofía. Universidad del externado y Universidad nacional de Colombia.
Savater, F. (2008). La aventura de pensar. Random House.
Vernaux, R. (1977). Historia de la filosofía moderna. Herder.

lunes, 8 de junio de 2020

Vida y obra de David Hume


David Hume nació en la ciudad de Edimburgo (Escocia) el 26 de abril de 1711. Creció en el seno de una familia no muy rica pero perteneciente a la nobleza, pues su padre era un terrateniente de nivel medio. A los dos años quedó huérfano de padre y fue criado por su madre, por su hermana y por su hermano mayor, quien, de acuerdo con las costumbres imperantes, heredó las tierras familiares. Desde su infancia se dedicó a leer a los grandes pensadores griegos y romanos. A los doce años se inscribió en la Universidad de Edimburgo y, obligado por su familia a una carrera jurídica, se entregó al estudio de las leyes, para luego entrar en el campo del comercio, aunque fracasó en este intento. Hume pronto se libró de la sujeción impuesta a los estudios jurídicos, y buscó alcanzar la gloria en el terreno literario y filosófico. Roger Vernaux, en su libro Historia de la filosofía moderna, escribe: “Tras un débil y brevísimo intento de ejercer abogacía en Bristol, [Hume] se trasladó a Francia, donde permaneció tres años (1734-1737) para proseguir sus estudios en la ciudad de la Fleche, en un prestigioso colegio jesuita donde había estudiado René Descartes, allí estudió a profundidad sobre la filosofía especulativa” (1977, p. 147).

En este contexto escribe su primera obra, Tratado sobre la naturaleza humana, que se publica en Londres en 1739 cuando tenía 28 años. La obra comprende tres volúmenes, titulados de la siguiente manera: Del entendimiento, De las pasiones y De la moral. Entre los objetivos de esta obra se estableció de qué objetos podía o no ocuparse nuestro entendimiento, y también la creación de una nueva ciencia que introdujera el método experimental del razonamiento en los temas morales. En este primer libro podemos notar la influencia de las teorías de Locke y Berkeley en Hume. Sin embargo: “Esta primera extensa obra no tuvo el éxito que esperaba Hume, entonces se arrepintió de haberlo publicado de esa manera, reprochándose haber publicado un libro difícil, denso y mal compuesto. Después de la publicación del Tratado, regresó a la propiedad que su familia tenía en Berwickshire, donde se dedicó al estudio de problemas de ética y economía política” (Savater, 2008, p. 120).


Grabado de David Hume

Desde 1740 comenzó a escribir una serie de cortos ensayos en los que divulgó las ideas de su tratado sobre toda clase de temas como literatura, política, moral, psicología y religión. En 1741 salen a la luz los Ensayos de moral y de política (obra que comprende dos volúmenes), y en 1748 presenta los Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano, reeditados a partir de 1751 con el título de Investigación sobre el entendimiento humano, que recogen las tesis esenciales de la primera parte del Tratado sobre la naturaleza humana. En esta ocasión Vernaux cita a Hume: “(…) creo que los ensayos filosóficos contienen todo lo que hay de importante sobre el entendimiento en el Tratado. No os aconsejo la lectura de este último. Abreviando y simplificando las cuestiones, en realidad las completo mucho (…).” (1977, p. 122).

Sobre Hume, en otros términos, Vernaux agrega: “Físicamente (…) era gordo y buen amante de la comida. Las obras que había escrito revelan un afilado espíritu crítico propio de la época” (1977, p. 123). En 1751 fijó su residencia en Edimburgo y un año más tarde fueron publicados sus Discursos políticos. Escribió también sus Diálogos sobre la religión natural, que se publican póstumamente. Los Ensayos filosóficos sobre el entendimiento humano y la reelaboración del Tratado dieron a Hume cierto reconocimiento, pero a la vez le otorgaron la fama de escéptico y ateo. Por ese motivo, en 1745 se le negó una cátedra en la Universidad de Edimburgo. Hume comenzó a buscar trabajo, y lo encontró primero como preceptor del marqués de Annandale, luego como auditor de guerra por efecto de una incursión militar británica en Francia. Esta aventura le valió a Hume el ingreso en la vida diplomática. Fue secretario de embajada en varias ciudades europeas, entre ellas La Haya, Viena y Turín.

Tiempo más tarde volvió a su ciudad natal, y en 1751 buscó nuevamente obtener una cátedra en la Universidad de Edimburgo, esta vez con el respaldo de su amigo Adam Smith, pero fue rechazado por sus opiniones religiosas. Ese mismo año publicó Investigación sobre los principios de la moral, una reelaboración de la segunda parte del Tratado. En 1752 Hume obtuvo un cargo de bibliotecario en el Colegio de Abogados en Edimburgo; allí permaneció doce años, y en tal estancia comenzó a escribir una Historia de Gran Bretaña, publicadas por entregas entre los años de 1754 y 1762, obra por la cual también se le considera un gran historiador.

Los trabajos históricos de Hume aumentaron su prestigio. De hecho, hasta principios del siglo XIX sería más reconocido como historiador que como filósofo. En 1756 publicó dos volúmenes que abarcaban el período desde Jacobo I hasta la revolución de 1688. En 1759 apareció la historia de la Casa de Tudor, y en 1761 dio a conocer otro estudio que comprendía la historia inglesa desde la invasión de Julio César hasta Enrique VIL. En este lapso de tiempo sólo sacó a la luz un libro de filosofía, en 1757, Cuatro disertaciones, que incluía su estudio sobre la historia natural de la religión. (Savater, p. 560)
Hume publicó además otros escritos como Sobre las Pasiones, Sobre la tragedia y Sobre la norma del gusto. Con esto alcanzó su anhelado éxito y fue recibido como un literato notable y una figura relevante en la sociedad francesa. Como dato curioso, Voltaire alabó su obra histórica e incluso comenzó a llamarlo, sin ironía, San David.

En 1763 Hume fue nombrado secretario del Conde de Artford, luego embajador de Inglaterra en París, y allí permaneció hasta 1766. Su obra fue elogiada en los círculos literarios parisinos y, encantado por la acogida de la sociedad intelectual francesa, frecuentó círculos intelectuales donde participaban filósofos como Helvetius, D’Alambert, Diderot, Montesquieu y Rousseau, último que regresó con él a Inglaterra, y una vez allí Hume lo hospedó en su casa, pero el carácter sombrío del filósofo francés provocó una ruptura entre ambos (2004). De 1767 a 1769 fue Secretario de Estado en Escocia. Desde 1769 Hume llevó una vida tranquila en Edimburgo. Pocos años después los médicos le diagnosticaron una enfermedad intestinal terminal.

Hume murió el 25 de agosto de 1776, redactando antes una breve autobiografía que se publicó póstumamente; en ella expresó que, a pesar de la gran decadencia de su organismo, su espíritu no había tenido nunca un momento de abatimiento.


Referencias 

Enciclopedia temática. (2004). Vol. VI. Ed. Norma.
Savater, F. (2008). La aventura de pensar. Random House.
Vernaux, R. (1977). Historia de la filosofía moderna. Herder.

lunes, 1 de junio de 2020

Primeros acercamientos a la filosofía de David Hume


El siglo XVIII fue el siglo de la Ilustración, un periodo de la historia europea que vio emerger figuras centrales para la historia de la filosofía como Berkeley, Spinoza, Voltaire y Rousseau. Hubo grandes aportes al conocimiento como la idea de la enciclopedia, que reunía todo tipo de saberes con el fin de generalizar el conocimiento. A partir de esta entrada dedicaremos un espacio a uno de los filósofos representativos de esta época, David Hume, quizá el más importante pensador de habla inglesa. La filosofía de David Hume se ubica en la escuela del empirismo, la cual inicia con Francis Bacon (1561-1626), quien, limitándose al plano metodológico, establece el principio según el cual toda ciencia ha de fundarse sobre la experiencia. Es decir, el único método científico consistía en la observación y en la experimentación, construyéndose con una teoría de la inducción. También John Locke (1632-1704), desarrolló sistemáticamente la teoría gnoseológica empirista (la gnoseología es la rama de la filosofía que estudia los distintos tipos de conocimientos que pueden alcanzarse y sus fundamentaciones) sosteniendo que todo conocimiento en general derivaba de la experiencia.

Estatua de David Hume en Edimburgo (Escocia)

El empirismo filosófico llega a su punto álgido con Hume, pues éste lo llevó a sus últimas consecuencias, con análisis que convierten sus escritos en piezas maestras no solo de la filosofía sino de la literatura. Hume es importante para la filosofía en la medida en que criticó a los dos principales conceptos del que se valía el racionalismo: la causalidad y la substancia, preparando el camino para las posteriores investigaciones de Immanuel Kant. A todo esto, podemos decir que la lógica de su empirismo desembocó en un escepticismo y en un fenomenismo, como lo veremos en el desarrollo de las siguientes entradas. David Hume también fue influenciado por Adam Smith y su preceptor Francis Hutcheson, así como por George Berkeley, con quien no compartió todas sus deducciones.

Ahora esbozaremos algunas problemáticas que más adelante expondremos, las cuales pretenden llamar la atención sobre los planteamientos centrales de Hume: en el plano de la epistemología planteó que el razonamiento deductivo produce poco conocimiento (según él, éste proviene de las impresiones; impresiones que a su vez vienen de las percepciones de los sentidos), por lo que el conocimiento inductivo debe utilizarse para llenar los espacios entre lo que experimentamos, basándonos en la probabilidad de que un hecho pueda suceder o no. Con esto, queda claro que el razonamiento inductivo tampoco puede producir certeza.

En el plano de la axiología, Hume no creía en factores morales o estéticos, sino que la moral, como también la belleza, eran conceptos creados por el hombre, y que en la moralidad no existía un trasfondo religioso o una justicia divina. En el plano de la ontología, Hume negó la existencia de la categoría de substancia por la de un conjunto de las cualidades singulares. La vida psíquica se reducía a un relevo ininterrumpido de representaciones o percepciones, por lo que la identidad y la diversidad de los fenómenos espirituales se encontraban en principios de asociación. En el campo de la ética desarrolló la teoría del utilitarismo, viendo en la utilidad el criterio de nuestra conducta moral. Respecto a la filosofía de la religión, Hume se limitó a admitir que las causas del orden universal tienen cierta analogía con la razón humana. Fuera de esta religión natural rechazó toda religión positiva, teología y doctrina filosófica acerca de Dios. La religión no podía ser la base de la moral, invocando la experiencia histórica para hablar de su nociva influencia sobre ésta y la vida civil.

Hume desarrolló un estudio detallado de las supersticiones, estimando que el origen de la religión era el temor a acontecimientos amenazadores con la esperanza de poder evitarlos. En el campo de la metafísica planteó que podemos conocer que algo suceda a otra cosa, pero no podemos conocer que una cosa cause algo (en este caso niega la ley de la causalidad, planteando que solo existen continuidades espaciales y temporales; así, por ejemplo, cuando una bola de billar golpea otra lo que existe es una sucesión temporal de una bola a otra, mas no una dinámica de causa y efecto). Lo único que conocemos acerca de la causación es el resultado de nuestra experiencia sensorial ayudada por el razonamiento inductivo (como ya hemos visto, mediante la experiencia, que una bola sucede a la otra, suponemos que debe darse que una bola causa el movimiento de la otra).

A Hume se le considera ateo y, otras veces, deísta (fe limitada al reconocimiento de Dios en calidad de causa primaria y renuncia de todos los demás postulados como opuestos a la razón). La historia de la Ilustración inglesa es en buena medida la historia del libre pensamiento religioso, y la forma ideológica de este libre pensamiento fue el deísmo. Durante los siglos XVII y XVIII, esta era una forma velada de renunciar a la interpretación religiosa del mundo.